Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

viernes, 7 de febrero de 2014

¿Realmente, hay Democracia?
Severiano Gil
2014

Falla la base; mejor dicho, no la hay. Llevamos cuarenta años hablando de una democracia que NO EXISTE, desde el momento en que el pueblo NO GOBIERNA ¿Entonces a qué viene llenarnos tanto (y llenarse los políticos) la boca hablando de DEMOCRACIA?
La verdadera Democracia sería aquélla en la el PUEBLO participara en las decisiones del GOBIERNO (que ése es el significado de la palabreja). Y, ya lo vemos, NO ES ASÍ.
Al pueblo, lo único que se le deja es VOTAR para legitimar a la dictadura partitócrata que, lueGo, VA A DECIDIR a quién pone en tal o cual cargo, o qué leyes se van a promulgar o cuáles se van a derogar, y eso, amigos, NO ES DEMOCRACIA, se pongan como se pongan y por muy temprano que se levanten.
La VERDADERA Democracia seria aquélla en la que el pueblo, verdaderamente, votara al individuo sobre el que va a delegar el trabajo de LEGISLAR y GOBERNAR, y eso, aquí, no existe, sino que, como ya he dicho, con los votos del pueblo, se legaliza el gobierno dictatorial de un partido (que vaya usted a saber cómo se articula y quiénes deciden en él). Es decir, que nada ha cambiado desde que era presidente del Gobierno el almirante Carrero Blanco, por hablar de una época concreta.
Nadie opinó (salvo la pantomima aquella del referendum en pena dictadura) si los españoles querían ser una monarquía, una república o el coño de a Bernarda, nadie. El sistema monárquico lo impuso el general Franco, con dos cojones, y nadie se planteó comenzar de cero cuando la cosa acabó en 1975.
Todo lo contrario.
Se gastó mucho en maquillar lo que llamamos "transición", para convecer a lo españoles (pobrecitos ellos, tan huérfanos de ciencia democrática y tan necesitados de libertades) de que lo mejor era no sacar los pies del plato, ir a lo conocido y no innovar, perpetuar la oligarquía que mandaba entonces, y que se apresuró a buscarse un boquete en el que asentar sus reales, y pasar ante los demás como de "izquierdas o derechas de toda a vida", ¿os acordáis?, de manera que nadie de los "usuales" se tenía que apear de su estatus o su nivel.
Y hubo fachas que cambiaron la boina roja por el capullo "psoil", y rojos que se embelesaron con el vuelo de una gaviota, y, luego, "posicionados" ya en sus respectivos palcos, se guiñaron el ojo unos a otros al reconocerse y felicitarse por seguir ahí, arriba, en la poltrona..., sólo que había que convencer a Europa (y no a toda) y a USA (no a todos, salvo la clase dirigente) que íbamos a ser unos niños buenos que aborrecían el franquismo y se morían por entrar en el corralito privado del Mercado Común, que para eso había dinero y voluntad futuros.
Se trompeteó a los cuatro vientos cómo se avanzaba, cómo España salía del oscurantismo y creaba una democracia tan original que hasta el mismísimo partido comunista jaleaba a la Corona y ayudaba a entronizarla como elemento básico para el progreso político.
Y todos se lo creyeron, no "ellos", sino el resto del puebo, contento con que eso que llamaban Democracia se hubiese mudado a vivir en las viejas Españas.
Y así seguimos, llenando las urnas de papeletas para, cada cuatro años, dejar que un dictadura partidista decida nuestros destinos, con el refrendo, claro está, del número de votos coneguido.
Por eso, tal vez, no se deja hablar al pueblo cuando quiere hacerlo por libre, y por eso ni siquiera se contempla dejar que los catalanes decidan qué quieren hacer con sus vidas (nadie habla de separarse, sin sólo saber si la gente PIENSA que así debería ser).
Ya lo dje arriba: NO HAY DEMOCRACIA.

jueves, 6 de febrero de 2014


Amigo barco

Severiano Gil 2005

Estimado Santa Cruz de Tenerife, te llamo amigo porque los melillenses, querámoslo o no, acabamos por tomaros cariño, a pesar de que sois máquinas inanimadas, según dicen los de tierra adentro; pero ellos ignoran lo que es depender de vosotros para poder salvar el centenar de millas que nos separan de nuestra tierra madre, y por eso me dirijo a ti con los mismos miramientos que lo haría con un amigo de carne y hueso.

Y, como a veces ocurre con las amistades, esta relación, recién empezada cuando tu empresa te designó, hace muy poco, para cubrir la línea entre Melilla y Almería, no ha comenzado con buen pie, sino más bien lo contrario. Ya sé que no es culpa tuya, esclavo de las manos y las mentes que te gobiernan, pero como tú eres lo único que no cambia, sea quien sea tu tripulación y los ejecutivos que deciden sobre tu futuro, me veo en la obligación de contártelo.

Te probé el otro día, y confieso que tenía cierto interés en utilizar el nuevo barco, para acelerar el proceso que acabará consolidándose como una buena amistad; pero debo decirte que la experiencia no ha sido demasiado positiva.

Lo de nuevo, ya lo sabes, es porque acaban de asignarte a esta travesía, y espero que tu orgullo de veterano no se haya visto ofendido, porque yo sé que tienes ya tus buenos doce años de vida desde que te echaron al agua desde una grada de los astilleros valencianos La Unión de Levante.

Pero bueno, la fecha de nacimiento generalmente condiciona poco a quienes tratan de mantenerse en buen estado físico; sin embargo, no ocurre eso contigo, amigo, porque, aparte de ser un barco pequeñito –ya lo comprobaremos cuando lleguen las fechas apretadas de Navidad—, no tenías mala pinta visto desde el garaje alto, desde el que accedí a la cubierta 5, que es donde estaba localizado mi camarote.

Incluso la llegada al habitáculo parecía prometer algo cuando el camarero-acomodador me indicó la existencia de una de esas tarjetas magnéticas que se usan en los hoteles; pero, ¡oh, sorpresa!, la mía no funcionaba, y hubo que ir a buscar la adecuada a no sé dónde.

Nada, apenas un detalle tonto que no debería figurar aquí, a no ser por el hecho de que, apenas cerrada la puerta, comencé a fijarme en el aspecto general de la cámara.

Debo reconocer que me asaltó la sensación extraña de estar donde no debía, es decir, en uno de nuestros viejos canguros, ya ancianos hermanos tuyos en los que viajábamos años atrás.

Pero no, no estaba sufriendo una alucinación, aunque todo seguía igual: repisas oxidadas, enchufes medio arrancados, el mando del aire acondicionado atascado de forma que no había manera de cortar el chorro de aire helado; carteles despegados que nadie se había preocupado en recolocar –especialmente al tratarse de la guía para acudir al lugar de reunión en caso de emergencia—. Y, en el aseo, cortina de ducha inexistente, dos ridículas toallas, bien dobladas, eso sí, y ni un vaso disponible para enjuagarse la boca.

Todavía me quedaban recursos para pensar si no me había tocado la china y, por alguna razón, estaba en el peor camarote que podías ofrecer…, y, con la esperanza de olvidar mi desilusión, me fui a comer o, mejor dicho, a intentarlo.

La ridícula línea de autoservicio nos comprimió durante cuarenta minutos a veinte personas que llegué a contar, y todavía no sé por qué razón aquello funcionaba con tanta lentitud, a no ser que el retraso se debiera a que se acabaron las ensaladas tres veces, y que alguno estuvo a punto de quedarse sin macarrones. La espera de cada plato se eternizaba, a pesar de la diligencia desplegada por los empleados que servían a tanto pasajero hambriento –ya digo, podríamos ser unos veinte comensales.

Agradablemente estimulado por los precios a que nos tiene acostumbrados la empresa que te gestiona –pagué 9,20 euros por un plato de macarrones, una ensalada y una cerveza (sí, es verdad, me dieron servilletas y me prestaron un vaso gratis)—, acabé por dejar ir mi voz en el coro de los que expresaban su descontento por el horrendo sabor de lo que empezamos a comer.

Lo salvó todo el café, aceptable y bien servido en la reducida cafetería en la que, por lo demás, apenas si se puede hacer otra cosa que consumir y marcharse, porque las sillas no son lo más adecuado para relajarse un rato o dedicarse a la lectura, por ejemplo.

Es decir, que tuve que regresar al camarote y, perdona, amigo, enfrentarme con el triste recuerdo del Ciudad de Valencia, el Ciudad de Badajoz o el Ciudad de Salamanca mientras durara la travesía.

Y esto es lo que nos espera hasta que cumplas quince años, es decir, hasta el 2009, si es que antes no te sustituyen por otro, lo cual no parece a punto de ocurrir, así que, como decía al principio, tendremos tiempo de sobra para establecer unos sólidos lazos de amistad.

Bienvenido, nuevo amigo, perdona mi frialdad al contarte esto, pero es que, como melillense viajero, apenas si he advertido el cambio en las condiciones en las que atravesábamos el charco hasta hace unos meses, y eso me lleva a aconsejarte que no prestes demasiada atención a los denuestos que oirás prorrumpir a quienes cobijes en tu interior; los melillenses suelen ser un poco protestones, pero jamás llegarán a hacerte daño conscientemente porque saben que sus vacaciones dependen de ti y, en cualquier caso, todos sabemos que los responsables son quienes te envían a servirnos en unas condiciones que, sobre el papel, son bien diferentes a la realidad.

Eso sí, para tu tranquilidad y satisfacción, te diré que al menos las sábanas estaban limpias.
 
Advertir que…, advertir de que…

Severiano Gil 
2003

Sigo pensando que vivimos en una sociedad de buenos deseos, mejores propósitos e inveterado afán por dejar sentado que queremos mejorar; pero, lo que son las cosas, todas esas intenciones no se corresponden lo más mínimo con las realidades que deberían llevar parejas o, mejor, a renglón seguido. Le damos más importancia a la presentación de un plan que a su posterior desarrollo. Los números atrasados de los periódicos nos ilustran en ese sentido, y pudiera parecer que se premia el logro sólo por el hecho de haber alumbrado la idea.

Vivimos en un mundo que prima la originalidad, el destello genial, la inspiración divina; el curro posterior ya es otra cosa, es algo menos original; porque, trabajar en algo que ha diseñado otro, no tiene mérito en esta sociedad nuestra del premio a las ideas.

Y ustedes dirán que a qué viene todo esto; pues muy sencillo. No faltan, casi a diario, alusiones a la necesidad de la formación que tienen las generaciones más noveles; de las intenciones de aumentar los contenidos y ampliar los niveles culturales, de potenciar el Conocimiento –así, con mayúsculas— como única vía de construir un futuro mejor, que es a dónde nos empuja la lógica más lógica que podemos aplicar.

Pues bien, de todas las herramientas de que podemos disponer para ello, la más potente es el lenguaje, la más necesaria, la imprescindible. Porque, sin un conocimiento aceptable de nuestra lengua mal vamos a poder asimilar lo que los libros –o los ordenadores— nos ofrecen para ello, por no hablar de una correcta comprensión de las leyes, una aceptable capacidad para informarse y, por ende, una mínima base sobre la que poder opinar.

Y es el Estado —ese ente concreto y, a la vez, tan impreciso y vago como el más abstracto de los conceptos— el que más interés tiene –o debería tener— en conseguir esos objetivos; pero, a la vez, comete deslices tremendos que parecen diseñados expresamente para conseguir objetivos distintos a los descritos.

Me estoy refiriendo a los dichosos rotulitos con que Tabacalera –o sea, el Estado— nos advierte…, ¿de qué? Porque, en realidad, y ateniéndonos a la lectura del mensaje, lo único que se entresaca es que las autoridades sanitarias se han dado cuenta de que fumar puede matar.

Es la diferencia entre advertir que y advertir de que; porque, y eso lo sabe cualquiera que se detenga a pensarlo, el verbo advertir tiene dos acepciones principales, a saber: darse cuenta de alguna cosa y, también, avisar o prevenir sobre algo

¿Y cómo diferenciamos las dos funciones tan distintas? Pues muy sencillo, con el uso –ineludible— de la preposición de.

¿A que ya vamos cayendo?

No es lo mismo advertir que está lloviendo –porque te mojas—, que advertir de que está lloviendo –para que la gente salga con paraguas—. Y eso es lo que dicen nuestras cajetillas de tabaco de nuevo diseño: que las autoridades sanitarias se han dado cuenta –listas que son ellas— de que fumar puede ser malo para la salud. Pero, lo que es avisarnos, no nos avisan de nada, salvo de que están ahí, mirando e investigando, que es para lo que les pagan.

¿Qué por qué este despego hacia el de preposicional?

Por una reacción inmoderada que se inició en el siglo XIX, precisamente para
huir del exagerado dequeísmo que triunfaba tanto como ahora el queísmo que hemos podido comprobar, hasta el punto que hay quien se dice culto y desconoce la función –tan práctica ella— del socorrido de –otro día hablaremos de la diferencia entre deber y deber de.

Y, si no, escuchen a Telefónica que, aunque asfixiándonos con su inmoderado monopolio, su Servicio Contestador tiene a bien al menos informarnos de que no tenemos ningún mensaje.

Sólo por eso pago con gusto mi factura mensual.
 
Cazas

Severiano Gil 2004
Ustedes, lectores, me van a perdonar, seguro; no así mis amigos periodistas, que, a lo mejor, se sienten aludidos; pero no puedo reprimir una ligera sonrisa cada vez que, este fin de semana, he leído los titulares que hablaban de cazas españoles en su fulgurante sobrevuelo 
del territorio de un país vecino al que nos unen fuertes lazos de amistad y cooperación.

Lo malo de empezar esto es que me veo en la necesidad de aclarar conceptos; porque, a pesar de lo socorrido de nuestro lenguaje y el enorme volumen del saco de los sinónimos, ni uno solo de los medios de comunicación escrita a que he tenido acceso han sabido designar apropiadamente a la pareja de aviones que protagonizó el hecho.

Habría que empezar diciendo que, actualmente, ninguna fuerza aérea tiene en su inventario
cazas en el sentido puro de la palabra. El nombre comenzó a utilizarse después de la Primera Guerra Mundial para designar a los aviones que tenían encargada, como única y exclusiva misión, la de perseguir y dar caza a los bombarderos enemigos –de ahí que, en las fueras aéreas norteamericanas se les empezara denominando con la letra P, de pursuit, perseguidor--. La evolución del combate aéreo dirigido específicamente al apoyo aeroterrestre propició el desarrollo del caza-bombardero que, en origen, eran cazas que no cumplían con demasiada holgura las especificaciones para lo que habían sido diseñados, y se adaptaban mejor al vuelo bajo y al ataque a blancos de tierra, siempre protegidos por sus hermanos pura sangre, los verdaderos cazas.

La era del reactor se inauguró con la división clara entre cazas, bombarderos y caza-bombarderos, aunque, el mayor rendimiento de los diseños y el aumento en las prestaciones dio lugar a que no hubiera ya "cazas" incapaces de cumplir misiones asignadas a los otros dos tipos, por lo que, a poco, todo avión de combate comenzó a pensarse y utilizarse en su triple capacidad. El célebre Tornado, que a punto estuvo de ganar el controvertido programa FACA para dotar al Ejército del Aire español de un avión adecuado a sus misiones, llevaba desde fábrica la denominación de Multi-rol, y en esa línea siguieron los fabricantes y diseñadores.

Nuestro actual F-18 es, en esencia, eso mismo, un poderoso aparato capaz de ganar la  supremacía aérea –misiones de caza— a la vez que con variar su carga de armamento, puede convertirse en un magnífico y preciso bombardero, de ahí que, salvando modas y sistemas de denominación, lo más universal y adecuado a la hora de nombrarlo sea caza-bombardero.

No quedan cazas, ya lo he dicho; aunque quizá sería conveniente matizar que, aunque con versiones de ataque al suelo, los norteamericanos tienen en plantilla el McDonnell-Douglas F-15 Eagle, que es el caza que todo piloto quiso alguna vez pilotar, y que fue diseñado como tal sin escatimar presupuestos en su fabricación ni en su mantenimiento; tanto que sólo lo tiene en plantilla la USAF, las Fuerzas de Autodefensa –menudo eufemismo-- de Japón y la Hail Ha’Avir de Israel.  

Aparte del F-15 –y teniendo en cuenta que su homólogo en la Marina, el F-14 Tomcat, tiene también asignadas tareas de ataque de superficie--, repito, ya no hay "cazas" en el estricto sentido de la palabra.

Ahora bien, usar ese nombre para describir a los dos C-101 que se dieron un paseocerca de los límites fronterizos, no sólo es una inconveniente imprecisión, sino casi una tomadura de pelo para quienes no están duchos en estas lides y están dispuestos a tragarse todo lo que se cuenta en los papeles.

El CASA C-101  Aviojet, pobrecito él, no es más que un aula volante, un pequeño avión, sin electrónica ni equipos más que para aprender a volar, capaz de portar armas, sí, pero aclarando que es un pequeño contenedor en el que monta una ametralladora para prácticas de tiro más que básicas, pues está dotado de sistemas de puntería poco más avanzados que el colimador del Barón Rojo; lleva una planta motriz turbofán que es un sistema civil específico para que salga económico en su consumo, y a bordo suelen ir un profe y su encandilado y tenso alumno, que bastante tiene con mantener aquello en el aire sin hacer daño nadie.

Resulta patético llamar a eso caza, por más que la palabra suene bien y venga como anillo al dedo a las protestas de los vecinos. Pero no, oigan, llamar a un Aviojet de esa forma es igual que designar como transatlántico a nuestros ferris, o pretender fardar de Harley yendo subido en un ciclomotor.
Son aviones-escuela, entrenadores sin más, ruidosas aulas volantes en las que se forman nuestros pilotos, al igual que los de buena parte del mundo; no así en Marruecos, que vienen 
utilizando el Dassault-Breguet/Dornier AlfaJet, que tiene capacidad de ser usado como una eficaz plataforma de ataque al suelo.

Tal vez por eso lo de la confusión.

Civilización

Severiano Gil 2004

Me gusta la música, toda…, o casi toda. No he contado los cedés que hemos acumulado mi pareja y yo, pero son muchos y, como no siempre está uno en casa para poder solazarse a todo trapo, una pequeña selección de esos discos de plástico viaja en el coche, convenientemente estibados en un receptáculo diseñado a propósito.

Para poder escuchar esa música, y de cuando en cuando las noticias, equipé a mi vehículo con un aparato –reproductor se dice ahora, como si su función, más que la de emitir sonidos fuera fecundar a otros —mejor otras— de su especie para proliferar— de una aceptable calidad, que me permite soportar los atascos y repetitivos semáforos cuando –cosa rara— decido utilizar el vehículo para desplazarme.

Para proteger todo esto, dejé que se incrementara el alquiler de mi casa para disponer de un garaje que haga las veces de cuadra en la que duerme ese animal mecánico que sólo bebe líquido y que, en lugar de músculos, tiene complejos mecanismos de acero poco sujetos a las debilidades de la carne.

Pues bien, hete aquí que, hace dos noches, uno o varios ciudadanos –resulta, cuando menos, curioso usar aquí este término—, se las ingeniaron para penetrar en la cuadra comunitaria y, aprovechando que nuestros animales mecánicos no muerden ni cocean, se dedicaron a ensañarse con media docena de ellos, gozando claro de la impunidad de estar a cubierto de miradas y con toda la noche por delante para dar forma a su fechoría.

Hubo de todo, incluido un desusado interés por abrir cada sobre o funda que contuviera papeles; pero, como tónica general, fueron los cristales los primeros en sufrir el golpetazo del vándalo, como acto previo a su intromisión en esos receptáculos de vida privada en que convertimos a nuestros coches.

En mi caso concreto, el reproductor fue lo primero –creo yo— que saltó de su alojamiento, a pesar de un sistema especial de anclaje que, hasta ahora, se consideraba muy seguro. Luego le tocó el turno a los cedés, y ahí empieza el alma a borbotear de indignación, al imaginar las groseras manos del bárbaro toqueteando a Rachmáninov, Murgsorski, Márquez, Sinatra, Serrat e incluso un disco realizado por mi hermano, hasta decidir llevarse todas y cada una de esas muestras de una cultura que nunca podrá entender, puesto que desprecia, y aunque –curioso fenómeno— tenga la insensata pretensión de querer pertenecer a la civilización que la origina.

El problema está en que, a pesar de que esta civilización nuestra nos insiste en que siempre es más conveniente acudir a la legalidad y a la ley como forma de solucionar problemas como los descritos –es decir, la invasión de tu mundo privado—, no les puedo ocultar que me hubiera gustado infinito –y ahora me regodeo en el acto de imaginarlo— haber aparecido por la cuadra mecánica en el momento en que los bárbaros perpetraban su selección de objetos a robar, rompían cristales, ensuciaban tapicerías y lo contaminaban todo con su repugnante zafiedad.

Y uno llega a la conclusión de que, salvo excepciones, la indignación, el odio y los deseos de venganza forman parte del humano sea de la civilización que sea, e independientemente de su nivel cultural.

Ayuda, y mucho, la frase de Bertolt Brecht: "Sólo la violencia ayuda donde la violencia impera", para poder dormir sin cargos de conciencia, porque a veces uno se sorprende inevitablemente al comprobar hasta dónde llega el alarde imaginativo inherente al castigo a aplicar.

¿O será que atinaba mucho más Bernard Shaw cuando decía: "El hombre salvaje adora ídolos de piedra y madera; el civilizado, de carne y de sangre"? Porque, si he de ser sincero, mis sueños de venganza más satisfactorios no son vegetarianos precisamente.

Pero son sólo eso, sueños difíciles de cumplir, porque no solemos ir rondando garajes a altas horas de la madrugada, y mucho menos con el sigilo que precisa una operación de caza a la alimaña bárbara; aunque hay noches que uno se recoge tarde, o baja a la cochera en busca de ese cedé que apetece oír y…

Siempre queda el recurso presente, es decir, escribir y contarles a ustedes lo sucedido, mientras elevo al infinito mi deseo de que el –o los— intrusos se despeñen en un intento de salvar un muro, que se electrocuten al tocar el cable equivocado, o que alguien oportuno les sorprenda y haga realidad el castigo que yo, en pleno uso de mis facultades, les deseo con toda mi alma.


El cuerpo del delito

Severiano Gil 2005

El otro día estuve presenciando una sesión fotográfica en la que el artista no paraba de revolotear alrededor de la modelo, con su cámara en la frente y sin cesar de hacer recomendaciones a la chica, tan mona ella, y tan en pelotas.

<<..., así, así, saca más los labios, como si..., eso es; tira de los hombros más hacia atrás, que te resalten las..., estupendo, muy bien; la pierna izquierda más levantada, que el culito se vea más redondo; y entorna los ojos, más provocativa, eso, así, muy bien querida, magnífico...>>

No sé cuántos carretes se merendó la Nikon con motor y cargador múltiple; pero el fulano acabó sudoroso, casi afónico y, por supuesto, satisfecho a más no poder. La chica acabó, sonrió, se vistió –o medio se cubrió con media camiseta y un pantalón lleno de agujeros— y se marchó tan contenta, después de cobrar, claro, de la mano del artista.

Resulta que las fotos eran para una publicación de esas dirigidas especialmente a un público femenino, cuya editora le daría el destino que creyera conveniente, a saber si para anunciar un perfume, ilustrar un monográfico sobre los cuidados de la piel o adornar un test de personalidad en los que educan a la mujer sobre cómo desempeñarse eficazmente a la hora de mantener enamorado al miembro masculino de la pareja.

Lo mejor de todo es que la modelo cobró "N" euros, mientras que el artista recibiría de la revista, por las mismas fotos, "N x 100". Pero, bueno, el resultado era que cada cual se sentía feliz y contento con lo que le tocaba, que es lo que realmente importa.

Sin embargo, a mí me dio por pensar en el paralelismo entre lo que acababa de ver y el recurrente asunto de la relación proxeneta-prostituta, que tanto está dando que hablar últimamente. Y, la verdad, no veía la diferencia; en resumidas cuentas, y cayendo un poco en la trivialización y la simpleza de ideas, aquella chica acababa de vender su cuerpo –en todas las posturas y poses posibles--, y había cobrado lo justo, en tanto que el artista, que ponía el estudio, el material y el arte, se beneficiaba largamente y, en teoría, con todas las de la ley.

No entro ya a considerar la parte de responsabilidad de la revista en sostener con su demanda este tipo de relación comercial y, a la postre, me dio por reflexionar sobre qué era lo que diferenciaba este tipo de venta del otro, más carnal, personal e íntimo, que todo el mundo se empeña en considerar fraudulento, explotador, soez y pecaminoso.

Y no creo que exista diferencia alguna.

Es verdad que esa chica podría haberse ganado sus cuartos trabajando para una empresa de limpieza, ya saben: seis horas limpiando retretes, oficinas, papeleras o vomitonas de borracho por menos de la mitad de lo que ganó la guapa en dos horas. Y, dados los parámetros por los que se mueve nuestra sociedad actual, no creo que la cosa dé para dudar siquiera, a no ser, ya digo, que pesen las hipócritas barreras culturales y de educación que aún sostiene nuestra sociedad.

¿Qué más da que la mujer se someta a los caprichos lúbricos de un hombre –o de otra mujer— o a la explotación sin alma de una empresa que se aprovecha de sus necesidades? 
En el primer caso pone en juego su físico y sólo eso, voluntariamente por cierto, salvo los casos de prostitución a la fuerza; en el segundo, no sólo acaba condenando su propio cuerpo a las fatigas y riesgos laborales, sino que debe torear los escrúpulos lógicos de ese tipo de trabajo, más la presión psicológica de ver cómo la recompensa a su esfuerzo apenas le deja llegar a finales de mes. Y, por supuesto, no siempre por propia elección sino obligada por las circunstancias.

No sé qué elegiría yo si fuese mujer; pero tengo claro que, de entrada, trataría de sacar el mayor rendimiento de algo que, a ser posible, yo mismo pudiera elegir.

Aunque luego me llamaran..., eso.

Democracia de unos pocos

Severiano Gil2004

Menuda se ha liado con el despecho de la Jackson, ¿se han dado cuenta?

Y cuánto se ha vertido, en prensa, radio, televisión y lugares de trabajo, sobre la hipocresía de los norteamericanos, la pacata censura impuesta a las emisiones en directo y lo bien buenos que somos nosotros, los europeos, que no nos dejamos escandalizar por nada y depositamos ciegamente la salvación de nuestro sistema en la progresista libertad de expresión.

No faltan sesudos –y sesudas— participantes en foros y mesas redondas que aprovechan la coyuntura para poner de vuelta y media a la sociedad USA –esa misma que nos marca preferencias en cine, modas, tecnología e Historia--, doliéndose del papanatismo que ataca la salida de pecho de la Jackson y luego mantiene la pena de muerte en muchos de sus Estados, o se va a la guerra, como Mambrú, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo –sí, también lo pongo con mayúscula, ¿por qué no?

Hizo falta, el otro día, que un señor de hablar mesurado y conciliador interviniera en un programa matinal de reconocida audiencia para advertir a los oyentes, y quizá más a los contertulios, que precisamente el sistema político británico, del que es fiel heredero el norteamericano, es la única democracia estable y sólida que ha sido capaz de aguantar doscientos años sin atentar contra sí misma, sin suicidarse, como parecen estar en trance de hacer muchas otras que se auto-ensalzan constantemente.

Le faltó al buen hombre acudir al propio significado de la palabra democracia, el gobierno de todos, y de cómo, al ser imposible atender a todas y cuantas posibilidades emanan de la voluntad popular, se toma el deseo de la mayoría como único veredicto válido a la hora de tomar decisiones. Lo hacen hasta en las reuniones de vecinos, en los jurados populares y en el cónclave que elige a los Papas. Y eso es democrático, sí señor.

Por eso, si a la mayoría le parece mal verle la teta a la Jackson –por cierto, ¿fue la derecha o la izquierda?--, lo democrático es censurar ese tipo de espectáculo; si la mayoría piensa y vota que es conveniente la pena de muerte, pues lo democrático es mantenerla en vigor; si la mayoría cree que es necesario ir a la guerra, pues participar en el conflicto es el mejor ejercicio de democracia que pueda hacerse, ¿o no?

A lo mejor resulta que, lo que no es conveniente, es que la democracia propicie los deseos de la mayoría, pudiera ser; o que la democracia, en según qué sitios, debe imponerse aún cuando la mayoría no la crea conveniente.

Es lo que me da la sensación que ocurre en nuestra vieja y sabia sociedad occidental, que creemos que democracia es lo que piensan unos pocos que piensan por los demás, y eso, señores censores de la moral norteamericana, tiene otro nombre.

Es posible que, en los tiempos que corren, sea más conveniente una oligarquía que decida con mayor conocimiento de causa; pero a cualquiera de esos defensores de la total libertad de expresión, el mero hecho de suponer que la mayoría desee la imposición de cierta censura les subleva el alma y, además,
son capaces de decir que, en este caso, la mayoría no sabe lo que dice.

Me gustaría que esos ejecutantes de su propia moral explicaran qué harían o dirían si la mayoría de los españoles votara en contra de la libertad de expresión actual, ésa que nos llena el televisor de trifulcas barriobajeras y disputas malsonantes.

Seguramente que, como buenos demócratas, harían oídos sordos a lo que expresa esa mayoría inculta y farisea, probablemente adoctrinada por vaya usted a saber, y seguirían adelante con su particular concepto de lo que, para ellos, significa la palabra democracia.

Detrás del viento...

Severiano Gil 2003

¿Qué hay detrás del viento? ¿Qué hay más allá de donde empieza?

Porque debe de haber un comienzo, un momento y un lugar, digo yo, en donde el aire se sienta impelido por vez primera, para ir acelerando y acabar llegando hasta nosotros.

Pero es difícil de ver. Puesto de cara al viento y dejando la vista alcanzar el confín más lejano, nada se ve, nada se aprecia que pueda estar relacionado con el origen del viento, excepto en Tarifa, dicen, que no se sabe si el enorme campo de molinos gigantes se mueve a fuerza de viento, o son sus aspas tremendas las que, al girar, lo producen.

Los técnicos, los ingenieros, dicen que es al contrario, pero yo dudo. Lo mismo que con los molinos de Holanda o los más cercanos de La Mancha, resulta igual de creíble pensar que el viento los mueve o que son ellos el origen del movimiento eólico; a lo mejor por eso dudaba también don Quijote...

Pero no, que nos vamos del tema.

Retomando: el aire no se ve, y sin embargo tenemos que creer a quien nos dice que el viento se origina por un desequilibrio térmico de la atmósfera, recalentada por el sol que, al ascender, deja un vacío que la masa de aire se apresura en llenar, produciendo la corriente, el movimiento, que llamamos viento.

Bien, puede aceptarse; pero cuando el aire le acaricia a uno la cara, y mueve las hojas de los árboles, transportando olores y ayudando al sonido a propagarse mejor, es difícil pensar en recalentamientos, en vacíos atmosféricos y en desequilibrios termodinámicos.

Por mi parte, prefiero pensar que, en el punto de salida del viento hay algo mucho más poético o etéreo que lo empuja. Pero no acierto a saber qué es.

Podría ser un dios, elemento socorrido donde los haya, o un demonio, tan socorrido como el anterior, sólo que más humano y terrenal, por aquello de que le resulta más fácil ser malo; podría ser una máquina extraterrestre, o una fuerza invisible...

A lo mejor es una idea, una promesa, una deuda, una mujer...

Por otro lado, ¿qué importa? El caso es que el viento sopla, mueve los veleros, inclina el humo y, si sopla a favor, te trae los aromas de un millar de cocinas donde, después de la puesta de sol, se preparan las cenas de quienes, probablemente, jamás perderán el tiempo en preguntarse ¿qué hay detrás del viento?

Eutanasia films

Severiano Gil 2004

Todavía no se ha apagado el rumor de los aplausos, el destello de los focos o el eco de la voz de Dressler. Hollywood –Bosquesanto para ser fieles a la traducción— ha vuelto a hacer público su juicio sobre el bien y el mal, el sí y el no, de los intentos cinematográficos por llegar a la meta.

Para nosotros, españoles y asimilados, Mar adentro ha sido nuestra victoria particular, por más que haya sido Alejandro Amenábar el encargado de recoger el Óscar, y el coriáceo Eastwood –Bosqueoriental— ha visto colmadas sus legítimas y demoradas aspiraciones de alzarse con el galardón –mejor en plural— por su película, que no he visto aún, pero que todas las críticas coinciden en calificar de genial.

Dicen –las críticas y los comentarios— que esta película también trata del asunto de la eutanasia, que es esa forma civilizada de decidir cómo y cuándo vamos a dejar de pagar a Hacienda –sin salir de la legalidad, claro.

Y me llaman la atención dos cosas: una, que los timoratos académicos norteamericanos hayan votado una película extranjera que hable de ese asunto –ya que no creo que hayan primado demasiado otros aspectos de la película—, en tanto que no me extraña que, en la película del Millón de dólares, hayan valorado las características cinematográficas, y lo de la auto-muerte se haya colado dentro del contexto.

No quisiera hacer de menos a nuestro Alejandro; creo que es, en todos los sentidos, un verdadero genio, aunque en el caso de Mar adentro haya explotado más la historia –por otra parte real— que el resto de los elementos propios del cine, si exceptuamos volver en casi dulce escena lo que fue atroz muerte del protagonista real.

Lo segundo que me llama, es que otra de las grandes candidatas –que sí he visto—, a pesar de su argumento casi rigurosamente histórico, también se versaba sobre lo que podemos entender como forma de elegir nuestra propia muerte.

El que no conozca al personaje real, el magnate –le llamaban— Howard Hughes, pueden incluso perderse en lo que parece un argumento un tanto disparatado convertido en una larguísima película que llega a aburrir a quienes no disfrutan de tanta escena de aviación. Sin embargo, Hughes fue un tipo en verdad interesante, uno de los pocos niños de papá, inmensamente rico, que supo dar a su fortuna un destino más que adecuado: hacer lo que le gustaba.

Para eso debía ser dueño de una personalidad fuera de lo común, y atesorar una riqueza de ideas con las que fue capaz de no ceder a la comodidad del mero disfrute zanganil del enorme capital amasado por su padre.

Hizo cine –no demasiado malo—, y contribuyó a mejoras aeronáuticas importantes que, hoy día, disfrutamos los que acudimos al avión para viajar. Y, además de influir directamente en los diseños y proyectos de los ingenieros aeronáuticos a sus órdenes, se arrogaba en exclusiva el derecho a realizar las pruebas de cada prototipo o modificación que salía de sus talleres; algo loable por cuanto evitaba el riesgo a un asalariado y, además, decía mucho de la confianza que Hughes tenía en sus atinadas ideas.

El aviador, no obstante la impecable imitación que Di Caprio hace del emprendedor personaje, falla en algunas cosas; aunque no tantas como para haber sido relegada a un plano tan segundón. Pero, volviendo a lo que les quería decir desde el principio, y que no voy a poder desarrollar por falta de espacio –la terrible dictadura de la Sra. directora—, me resulta chocante que podamos aplicar raseros tan distintos para medir dos situaciones tan parecidas. Porque, ¿qué diferencia puede haber entre chupar la pajita del cianuro o subirse en un avión experimental que, al mínimo error, te puede matar?

Está claro que el cianuro es fatalmente seguro, nunca falla; pero tampoco el piloto de pruebas se aleja mucho de la seguridad de que, a fuerza de intentarlo, va a acabar sus días en un amasijo de aluminio ardiente.

¿Qué censuramos en el caso de Ramón Sanpedro, pues? ¿Qué el delito consiste en morirse a pesar de no poderse mover? ¿Acaso subirse en un avión, como si tal cosa, y obligarlo a estrellarse para morir no puede considerarse eutanasia?

No sé, pero me da la sensación de que somos más tolerantes con el suicida que triunfa en su objetivo que con el que lo intenta y falla, o bien, si sospechamos acaso que ha habido otra mano que le ha ayudado a dar el salto final.

De ser así, ¿cuántos padres no contribuyen a que sus hijos coqueteen con juegos eutanásicos, cada fin de semana, conduciendo borrachos perdidos el coche que le regalaron por su cumpleaños?

¿De qué estamos hablando pues?

Gaviotas inmortales

Severiano Gil 2004

Sólo las gaviotas saben que no son inmortales, sólo ellas.

Porque nadie ha visto nunca su cementerio, a pesar de que —quien viva en la costa puede advertirlo— forman enormes bandadas que adornan el cielo y se alimentan en el mar. Pero pueden preguntar a cualquiera de aquéllos si han visto algún cadáver de esta ave marina.

Nunca.

Si acaso, alguna vez, algún ejemplar ha podido morir accidentalmente atropellado por un coche, golpeado por un helicóptero o envenenado con algún tipo de raticida; sólo en esas circunstancias, poco significativas por lo escasas, algún humano habrá podido ver y hasta tocar el despojo emplumado en gris y blanco de una gaviota muerta.

Yo mismo he pasado horas y horas, apostado en mi terraza que mira al Mediterráneo africano, espiando los acantilados que hay al pie de mi casa, y las he visto, día a día, aparecer al alba, gritonas y muy visibles a contra luz; planeando como si estiraran sus miembros después del sueño.

Algunas se posan sobre las farolas que bordean la carretera situada al borde del acantilado, y permanecen un rato para descansar, hasta que otra ave de más rango dentro de la bandada la expulsa con la amenaza de posarse en el mismo sitio.

Parece que vuelan sin rumbo, por gusto o diversión, y no digo que no lo hagan a veces; pero, en realidad, están preocupadas por si podrán comer algo, y patrullan sobre la línea de la costa en busca de algún pez muerto y arrojado a la arena por la marea, tal vez la carnada estropeada de un pescador nocturno; y, cuando descartan encontrar alimento, se van, derechas como misiles, hacia los vertederos de la ciudad, donde rebuscan entre envolturas de chocolatinas, cajas grasientas de pizzas y montones de desperdicios urbanos, antes de que los quemen.

Alguna tarde protagonizan el espectáculo de verlas lanzarse en picado sobre bancos de peces que nadan a poca profundidad, y reaparecen de su zambullida con el pico ocupado por su captura. Otras veces, sobre todo cuando la falta de viento deja volar a los mosquitos en masa, se entretienen en cazarlos al vuelo y, a simple vista, parece que juegan haciendo cabriolas en el aire sin motivo.

Pero nadie las ha visto morir, ya digo, ni yo. Aunque...

No hace mucho --¿o quizá lo he soñado?--, me enteré de que, desde hace tiempo, las gaviotas han encontrado el modo de no estorbar cuando dejan la vida. Cada gaviota sabe –¡qué suerte!— el tiempo que le queda y, cuando llega el momento, buscan una piedra de regular tamaño y la aferran con fuerza entre sus garras para, después de volar hacia un lugar determinado que sólo ellas conocen, dejarse caer sobre el mar, como si se posaran normalmente, pero hundiéndose de inmediato bajo las aguas, lastradas por el peso de la roca.

El rictus de sorpresa al producirse la muerte por ahogamiento impide que suelten la piedra, y el peso de ésta arrastra a las aves hacia las profundidades, hasta que acaban posándose en el fondo de ese lugar desconocido.

Algunas especies marinas se sirven de ese cementerio para alimentarse con los cadáveres de estos láridos; pero, por regla general respetan el camposanto y, allí, en la oscuridad del fondo marino,
las gaviotas van convirtiéndose, de pájaros blancos y grises, en esqueletos inmóviles y fijados al fondo del abismo y aferrados a la piedra que las sumergió.

Algún día, un buzo descubrirá uno de estos cementerios, y se acabará el misterio; pero, de cualquier modo, resulta una forma ingeniosa y útil que, además de ahorrarnos el desagradable espectáculo de sus cuerpos corrompidos, nos incitan a seguir pensando que las gaviotas no mueren jamás.

Generexo

Severiano Gil 2005

Pues sí; miren ustedes por donde, en el lenguaje existe una cosa que se llama género y que alude a la cualidad que tienen las cosas de encuadrarse en dos posibilidades: masculino y femenino –dejamos el neutro por no avivar la polémica que podría seguir.

Hasta aquí, creo que todos fuimos lo suficiente al colegio para recordarlo. Pues bien, si ilustramos con el ejemplo –como se suele hacer en la enseñanza--, tenemos que tarugo y tiesto son de género masculino, así como piedrabotella pertenecen al femenino; pero ninguno, repito, ninguno de los aludidos son ni macho ni hembra, sino masculino y femenino, es decir, que pertenecen cada cual a uno de los aludidos géneros del lenguaje.

Por eso, el femenino de hombre no es hombra, o el masculino de mujer, mujero; no hay toros y toras, ni machos y machas o hembras y hembros..., que ya no sé lo que me digo.

¿Por qué se utilizaron estas palabras --masculino y femenino, o al revés, que no quiero avivar las ascuas-- para definir a algo en lo que no intervenía la sexualidad? Pues buena pregunta; pero, en cualquier caso, la división obedece a la necesidad de estructurar la lengua en todos sus aspectos derivados, verbos, adjetivos, pronombres, adverbios…, y hacer de ella un instrumento eficaz a la hora de hacer eso tan difícil que es poder expresar lo que pensamos tanto oralmente como por escrito.

Por supuesto que podríamos haber resuelto atenernos al neutro –como hicieron los de habla inglesa--, pero eso comporta más inconvenientes que ventajas; verbigracia: la persona que vive en la casa de al lado es muy inteligente.

A lo mejor es más aséptico, menos comprometido, pero estarán conmigo en que se está proporcionando la mitad de la información, o, mejor dicho, dejando a la imaginación el redondeo final de lo enunciado.

Cierto es que a veces no se necesita conocer el género –y mucho menos el sexo--, o no resulta determinante, pero siempre va a aparecer la necesidad de usar un término auxiliar que precise de la definición.

Esto es un largo y fatigoso proceso que comenzó con Gonzalo de Berceo y que nos ha llevado a ser dueños –no lo olvidemos, dueños— de una lengua que actualmente la hablan más o menos quinientos millones de personas, si contamos sólo los que han nacido en el ambiente cultural del español, porque es difícil estimar el número de extranjeros que utilizan nuestra lengua para expresarse o que la estudian por necesidad o por placer.

Y en esa prueba a que obliga la Historia sólo ganan los más capaces, los más flexibles y los mejor adaptados, y si hacemos memoria de las otras lenguas que actualmente gozan de buena salud o están en proceso de expansión, veremos que son más bien escasas, por citar algunos, el inglés, el árabe, el francés y, muy de lejos, el ruso, el alemán y el hindi –no incluyo el chino porque, además de que hay varios lenguajes con esa denominación genérica, no es un idioma que se puede utilizar con facilidad para escribir e incluso para decir según qué cosas.

Pues bien. Ahora resulta que se suscitan una serie de puntos de vista según los cuales es necesario modificar la estructura misma del idioma para adaptarlo a los tiempos que corren.

Y no se trata de aumentar el caudal de términos o actualizar determinados verbos a los usos y tecnología de hoy día, no. Resulta que buena parte de los españoles consideran que nuestra lengua es machista –palabra femenina, por cierto— y que habría que cambiar el régimen de correspondencia entre géneros.

Y todo porque, a mi parecer, se ha descuidado tanto la enseñanza en los últimos tiempos que la mayoría de los españoles desconoce la diferencia entre género y sexo.

Es cierto que para hablar de un ser humano, sea hombre o mujer, no tenemos más remedio –por ahora— que hacerlo corresponder con complementos de género masculino; pero eso se compensa cuando, al usar la palabra persona, es el femenino el que corresponde.

Claro que es posible cambiarlo, todo es susceptible de modificarse, pero no quiero ni pensar en las dificultades que van a surgir en la utilización por el lenguaje de un género sexista: a partir de entonces, habrá policíos y policías; bomberos y bomberas; periodistos y periodistas, militaros y militaras, albañilos y albañilas, ¿también contribuyentos y contribuyentas, no?

Ya empezamos, poquito a poco; no es difícil oír el desatino de presidenta en determinados cículos que se tienen por intelectuales.

Y digo yo que, ya puestos, ¿por qué utilizar elementos femeninos en sujetos que pertenecen al sexo masculino: por ejemplo cabeza, pierna, boca... O al revés, que las mujeres deberían tener cerebra, corazona o estómaga...

Un despropósito, ¿no les parece?


La guerra de verdad (in memoriam de...)

Severiano Gil 2004

Nadie culpa al león cuando ataca; nadie vierte bilis sobre un astado que hiere a un mozo en los Sanfermines. No es que quiera comparar a un soldado en combate con una fiera ciega; pero hay mucho de animal cuando te estás jugando la vida por el mero hecho de sufrir una distracción o evaluar como inocuo un posible objetivo, tan sólo por que exista la duda.

Cuando el ser humano se ve empujado e inmerso a esa situación excepcional que es el combate, ni siquiera el más elevado nivel de entrenamiento puede evitar que esa persona se convierta en un ser acorralado, amenazado y, por supuesto, sumamente tenso.

Si, además, estamos hablando del tripulante de un vehículo blindado, que tiene reducido su entorno sensorial más o menos en un sesenta por ciento, y, a la vez, sabe que el riesgo de verse convertido en blanco aumenta en un ciento por ciento más que un combatiente a pie, tendremos que concluir con que, como poco, más nos vale mantenernos lo más alejados posible de un ambiente en el que se esté combatiendo.

En plena dinámica de la lucha, nadie puede hurtarse al estado psíquico de un animal acorralado; todo es, o puede ser, enemigo; la decisión de batir un blanco hostil tiene que ser un proceso en el que, como mucho, se te pueden conceder tres o cuatro segundos; y la duda, el retraso en tomar la decisión de abrir fuego, resulta en un sencillo ejercicio de elección: o vives o mueres –huelga decir que, contigo, muere también el resto de los tripulantes del vehículo, pero no vamos a considerar este aspecto.

El armamento idóneo para batirte son las archiconocidas granadas de carga hueca; un sencillo proyectil cohete cuya configuración le permite convertirse en un dardo de fuego que taladra cualquier coraza, por gruesa que ésta sea, situando el esfuerzo destructor en el interior del vehículo blindado.

Un carro de combate alcanzado por un proyectil de carga hueca apenas si muestra huellas de desperfectos –a no ser que se provoque la explosión de sus municiones, lo que no siempre puede ocurrir—, porque los efectos de este tipo de cargas van dirigidos exclusivamente a introducir un chorro de gases, a más de diez mil grados de temperatura, en el interior del habitáculo; un chorro que funde instantáneamente la coraza en un disco reducido –un taladro del tamaño de una antigua moneda de quinientas pesetas— y produce un efecto tal que, instantáneamente, los ocupantes perecen aplastados por la enorme presión, además de ser incinerados por la alta temperatura.

Es posible que no haya arma más barata, simple y abundante que las distintas versiones de lanzadores de granadas contra-carro de carga hueca –apenas un tubo de soporte y guía, un sencillo mecanismo de puntería y el gatillo que origina el disparo, casi siempre por un sistema eléctrico conectado a una pila.

En Iraq puede haber, como poco, varios miles de estos RPG,s de fabricación soviética, y en todo el mundo pasarán de las decenas de millones, sobre todo, en manos de guerrilleros, paramilitares, terroristas y ejércitos varios; es tan versátil, sencillo y duro como el AK-47, pero específico como destructor de vehículos acorazados.

Un combatiente individual, pongamos un paramilitar iraquí vestido de paisano, armado con un lanzagranadas RPG, ofrece una imagen apenas diferente a la de cualquier otra persona con un objeto de veinticinco centímetros de ancho apoyado en el hombro, y ningún ocupante de blindado tiene por qué suponer que esa silueta que se ha entrevisto moviéndose no es un tirador de RPG buscando una buena posición para disparar y convertirte en una pasta de grasa y carne derretidas.

Hay veces que, si el portador del lanzacohetes es un blanco nítido y diferenciado, se le puede batir con una de las armas menores –el Abrams lleva dos ametralladoras de 7,5 mm.
y una de 12,7—, pero, si la visibilidad es mala, el tirador se mueve y corres el riesgo de perderlo, más vale usar el arma más poderosa de que dispones, el cañón de 120 mm. que te va a asegurar unos efectos más amplios y, por lo tanto, más posibilidad de abatir al agresor.

Si a eso le unimos que el adiestramiento te ha condicionado para que seas un elemento que hace bien su trabajo –que no es sólo matar, sino evitar ser matado—, no cuesta entender que el artillero del M-1 Abrams de la 3ª División Mecanizada USA apretara el disparador hacia una ventana oscura tras cuyos cristales se movían siluetas, y más si alguna de ellas llevaba una cámara al hombro.

Todos somos conscientes de los riesgos que corremos en cualquier actividad: el agente de policía, el bombero, el conductor que recorre mil kilómetros en un viaje de fin de semana —el pasajero de un autocar sabe que si el chofer se duerme, algo grave puede pasarle—; pero en el caso de cualquiera que se mete de lleno en una guerra, lo menos que puede esperar es que los riesgos se le multipliquen por cualquier unidad seguida de muchos ceros.

Padecemos un síndrome derivado de nuestro tal vez excesivo hábito de ser espectadores; vemos cientos de horas de noticiarios con escenas de desastres, películas y hasta documentales en los que se recrea informáticamente escenas de violencia y de muerte que no nos afectan, que van a desaparecer en cuanto apartemos la vista, apaguemos el televisor o salgamos del cine. Y la guerra no es eso, por eso le llamamos guerra.

Quiero pensar, por el cariño que profeso y el elevado concepto que tengo de los profesionales de la información, que la pila de cámaras, micros y grabadoras son un merecido y honesto homenaje al compañero de Tele5..., y solamente eso.


Banderas quemadas

Severiano Gil
2004

El fuego purifica; las llamas tienen la virtud de erradicar tufos malignos, infecciones y miasmas; el calor cercena de un tajo las aspiraciones de ataque de la mayoría de los microorganismos nocivos, y el humo se lleva a los cielos, convertida en materia sutil, cualquier cosa que se deje ser combustible.

El fuego, la hoguera, se ha empleado también para manifestar un especial talante terrible a la hora de castigar anatemas o dar carpetazo a conductas que se consideraban impropias, en este último caso, claro, aplicado a los humanos. Brujas, herejes, descontentos y disidentes se han ido convirtiendo en hollín y humo a lo largo de la Historia, víctimas del verdugo secular que ejecutaba el veredicto de una justicia tan terrible como la filosofía que la sustentaba.

Los nazis trataron de ocultar su atroz matanza de civiles no combatientes aplicando también el fuego en los crematorios construidos al efecto, en este caso con el sólo intento de no dejar huellas de su barbarie con la mayor celeridad posible.

El calor intenso también reduce a cenizas los cuerpos sin vida de nuestros deudos, y guardamos aquéllas como algo único, cuando es sencillo deducir que la mayor parte del producto de la incineración se ha convertido en gases que han escapado, atmósfera arriba, por la chimenea del crematorio.

Pero no todo lo relacionado con la hoguera tiene tintes de venganza, sentencia humana o proceso natural, sino que, desde que apenas se dominara el fuego, sus propiedades se utilizaron más como elemento positivo y ejercicio litúrgico que como goma de borrar vestigios reales. La Historia Sagrada ya nos habla del uso de aras para quemar cosas con destino a los dioses; en el caso concreto de Abel y Caín –siempre se utiliza el orden inverso, seguramente obviando el alfabético—, cuenta el Génesis que ofrendaban a Dios el producto de su trabajo; y no hay que olvidar la competición de Elías con los sacerdotes de Baal por ver quien incendiaba antes las piras, con la ayuda de Dios, la nafta que emergía espontánea en la zona y el elevadísimo calor del verano en Oriente Medio.

A Isaac lo iba a quemar su padre, Abraham, después de asestarle una puñalada, con el deseo de ofrendar a Dios algo tan preciado como su hijo primogénito, aunque a última hora escogió un carnero que andaba por allí.

Quemamos sándalo, incienso y otras materias perfumadas, algunos para darle tono al ambiente de su casa, y otros para elevar a los cielos parte del karma con el que queremos impresionar a la divinidad de turno, llevándose de paso las malas intenciones –y las buenas— en ese viaje hacia lo eterno.

En estos casos, no se puede obviar un efecto benefactor de las llamas, una intención de aliarse con el fuego para que, parte de lo que quemamos, se incorpore a la atmósfera que respiramos, para que se transmute en partículas volátiles y respirables que ya formarán parte de la naturaleza de un modo prácticamente irreversible.

Nada se crea ni nada se destruye –se decía antiguamente—, y aún hoy día, lo único que hace el fuego es convertir materia en elementos distintos, en carbono y gases que ganan su libertad para, a partir de entonces, campar por sus respetos y dispersarse allí donde un leve rastro de atmósfera sea capaz de sustentarlos.

Es un consuelo saber, pues, que la bandera española quemada en Vascongadas –ahora País Vasco— el pasado fin de semana, ha perdido su aspecto físico y material para convertirse en algo mucho más esencial y, descartando las cenizas del tejido rojo y gualda, el resto de su materia ha pasado a un estado mucho más

noble y espiritual; que flota invisible en el aire norteño y que puede ser respirado incluso por los mismos que dieron fuego a la tela.

No sé hasta dónde ascenderán sus moléculas, ni el mensaje que llevarán a los dioses; pero sí sé –por la química que estudié hace treinta años— que nada se ha destruido; es más, que la esencia de lo quemado permanecerá para siempre formando parte de los protagonistas del acto.

Y eso me llena de satisfacción.

Imagine

Severiano Gil 2003

La verdad es que no tenemos ni idea.

Los que oímos la radio y leemos la prensa –incluso puede que un porcentaje limitado de los que ven televisión—, creemos que estamos informados, y vivimos en paz con nuestra necesidad de saber. Pero lo cierto es que, a poco que se conozca el sistema de funcionamiento de los almacenes distribuidores de noticias, debemos asumir, sin aspavientos, que no sabemos de la misa la media.

Lo que se está cociendo, lo que se está cocinando, lo que se avecina, e incluso lo ya acontecido. Porque, si nos ocupáramos en hacer un seguimiento, si, a toro pasado, siguiéramos interesados en el tema, veríamos que todo adquiere otro tono, otro color, a poco que la lente de aumento de la primicia se haya desviado hacia otro foco de interés. Y es necesario que la evolución de la noticia adquiera rango de vendible para que los consumidores podamos seguir sabiendo sobre el asunto.

Resumiendo: ¿sabe alguien qué pasa –o qué no pasa— con aquello tan horrible que sucedía en Guantánamo con los terroristas detenidos? ¿Algún medio se ha hecho eco –si lo sabe, llámeme para comentarlo— del fárrago político y bélico que sigue latiendo en África central? ¿Saben ustedes qué pasa con los resentidos mexicanos de Oaxacas?

Pero lo malo –que intuyo nada más— es que, si se nos hurta una parte importante de la información general de lo que acontece en este universo redondo, ¿por qué creer a pies juntillas lo que los medios tienen a bien –por espacio, por premura o por línea editorial— ofrecernos?

No me fío, lo siento; ni de los temas estrella tenemos la información suficiente como para poder opinar con un mínimo de coherencia. Puede uno sospechar, olfatear, imaginar...

Y a veces no huele bien en las tuberías por la que discurren las noticias y opiniones de los noticiadores.

Y, puestos a hacerlo, imagine usted, lector –especialmente si es de ese elevado número que opina en contra de la guerra con Irak—, qué ocurriría si no existiera la arrolladora voluntad norteamericana de pararle los pies, y los misiles, a Saddam Husain.

Porque a mí no se me ocurre temer –y a veces peco de imaginativo en exceso— que un esbirro de la Casa Blanca, provisto de explosivos, esté dispuesto a inmolarse en unos grandes almacenes de Barcelona, en el aeropuerto de Barajas o en la puerta de una sinagoga de Melilla.

Sí temo, en cambio, que un loco fundamentalista –o harto de cocaína o hachís—cometa cualquier fechoría equipado para ello con material proporcionado por los servicios de un Estado aficionado a fomentar el terrorismo.

Y me da la sensación de que de eso se trata; aunque no parece, sin embargo, que sean esos los temores de las tres cuartas partes de los ciudadanos españoles –según dicen los medios de comunicación.

Imagine, señor deseoso de saber, sálgase fuera de la rueda informativa, de la corriente diaria de información, y piense por un momento que no existiera el encono USA ni los recelos europeos; imagine usted que, un buen día, cualquiera de esas células activistas que nuestras policías han detenido hace poco, hubieran podido hacer de las suyas ejecutando los planes para los que se estaban preparando –y por los que los han detenido—. El clamor popular pediría cabezas, dimisiones y, después, ese mismo pueblo se dolería –a través de los medios de comunicación, por
supuesto—, de no haber sido protegido convenientemente, se sentiría desamparado y olvidado por los poderes, los nacionales y los internacionales.

¿Cómo no se ha hecho nada al respecto? ¿Cómo nadie ha sabido prever una catástrofe terrorista de ese nivel? –dirían, y con razón.

Pues muy bien, al parecer, por los resultados de esas encuestas –que, por cierto, nadie sabe quién las hace ni a quién— a la mayoría de los españoles les cuesta imaginar.

A lo mejor es el triunfo de aquella frase acuñada hace tres décadas, ¿recuerdan?, aquella que campeaba sobre los parabrisas de los R-12 o los 1430 de nuestro recuerdo: To’er mundo e’güeno.

Lo malo es que sabemos que esto no es verdad.

La victoria del sábado

Severiano Gil 2005

Los españoles somos –y fama tenemos— de ser expertos en celebraciones, y esto se debe sin duda a nuestro carácter latino y mediterráneo, que viene a ser más o menos lo mismo.

Por eso me he quedado un poco parado, expectante y a la espera de algo que, por lo que veo, no lleva trazas de suceder, y me refiero a celebrar, por todo lo alto, la victoria del pasado sábado, en que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado lograron aplastar la amenaza que anidaba en el piso de Leganés.

Desconozco, es cierto, si alguna entidad está organizando algo para invitar eal resto de los madrileños y, ¿por qué no?, a buena parte de los españoles que ya no serán víctimas del alijo enorme de explosivos.

Por fortuna para todos –nadie sabe si quien esto escribe y los que ahora lo leen hubiéramos padecido la acción directa de esos terroristas— la acción de la Policía no sólo ha satisfecho la lógica demanda de justicia hacia el 11-M, sino que acaba de regalarnos la vida a muchos más españoles que podrían haber coincidido en tiempo y espacio con el uso de tanta goma-2.

Porque está claro –no creo yo que tenga que explicarlo tanto— que se consiguió una victoria, y mucho más importante de lo que pudiera parecer. Es cierto que la desarticulación de la manada de iluminados marroquíes, que abrieron fuego contra las fuerzas del orden en medio de cánticos y consignas islámicas, no se trata de la victoria final contra esa nueva versión de guerra mundial –una versión, por cierto, diseñada hace ya años por los tecnócratas de Al-Qaida, la guerra de cuarta generación—, pero sí encarna la voluntad legítima de una sociedad atacada en su más íntima expresión de civilización.

Por eso me extraña tanto la pasividad del resto de los españoles, que no promueven verbenas, ni actos multitudinarios que festejen el gran logro. Me extraña también que, todavía, los actores, los intelectuales ylos artistas en general no hayan acudido al primer foro para congratularse por ello, ni se organicen manifestaciones espontáneas que recorran las calles de Madrid y otras capitales con pancartas y eslóganes en los que prime el vitoreo de nuestras fuerzas del orden, al fin y al cabo, el brazo defensor de los intereses de todos nosotros. Echo la vista atrás y contemplo cientos y miles de ocasiones en las que el ingenio hispano se muestra sin recato a la hora de celebrar casi cualquier cosa, y acabo por salir de mi estupor cuando me doy cuenta de que, en realidad, no somos una gran familia, una entidad social y cultural más que cuando le dan un Óscar al primer memo del celuloide, cuando elrepresentante de Eurovisión es favorito o cuando el equipo de nuestros amores gana la liga.

Y eso me entristece y me alerta de hasta dónde podemos llegar –quizá sería mejor caer— en nuestra ceguera actual.

Porque mientras sigamos felicitándonos por haber ganado trofeos deportivos y no por haber parado los pies a quienes tanto daño hicieron el pasado mes y podrían haber hecho en el futuro, seguiremos siendo el objetivo fácil de las intentonas por desarticular nuestro mundo, nuestro sistema y ,pensándolo mejor, tal vez sea ése el castigo por vivir de espaldas a la realidad que, hoy y en adelante, seguirá atentando contra nuestra vida cómoda, sorda e insensibilizada hacia lo que, verdaderamente, debería preocuparnos.


Ladrones de recuerdos

Severiano Gil 2004

La noticia saltó el lunes a los medios de comunicación, los madrileños, y seguramente muchos otros que no lo son, han arramblado con los cientos de miles de flores que se colocaron a lo largo de muchas calles de la capital de España para adornar la carrera de los novios del año.

Y había más –ladrones— que maceteros, porque también han desaparecido los gallardetes y otros adornos, así como pedazos arrancados –a saber cómo— de la alfombra-esponja que enjugó los ríos de lluvia que amenizaron la unión regia.

Y el volumen total de lo esquilmado excede con mucho de cualquier estimación que asigne tal comportamiento a los desalmados incívicos de siempre.

¿Qué pasa entonces? ¿Quiénes son los que con tanta alegría y en tan elevado número se han llevado a casa el efímero suvenir?

Pues, sencillamente, gente de la que se llama normal a sí misma. Esa misma gente que te mira mal si tiras un papel en la acera, si fumas en el ascensor, si sueltas una palabrota, si expresas en voz alta algo que va en contra del sentir de la mayoría, si te sales de la norma o reivindicas algo que no esté de moda reivindicar.

¿Y por qué? Pues porque –y es una opinión que siento manifestar— la gente normal se encuentra anormalmente condicionada a responder a estímulos directos, como el perro de Paulov, más o menos, y es raro encontrarse con un grupo importante de ciudadanos que escape a la mediatización de la publicidad. Y no me negarán que pocos eventos han tenido más publicidad que este último.

Funcionamos así; nos plegamos disciplinadamente al ritual de sentarnos frente al televisor y, aunque lo neguemos, empaparnos con el adoctrinamiento audiovisual que nos dice qué debemos necesitar y qué debemos comprar; en definitiva, cómo tenemos que vivir. Porque todo va mucho más allá que el mero ejercicio publicitario del lava más blanco; no hay teleserie o debate que no lleve implícito un mensaje de cómo hay que hablar, gesticular y moverse; y, lo peor, cómo enjuiciar las distintas facetas de una vida teledirigida.

Porque hasta en las representaciones teatrales prima sobre todo el concepto de juicio sobre las cosas que parecen ser las importantes. Hace poco le leí a no sé quién que, si quieres escribir un guión que sobreviva, el malo de la película no puede ser ni mujer ni homosexual ni negro. El malísimo es blanco, varón y macho –hay quien prefiere decir heterosexual--; pero ni siquiera eso funciona; porque hasta el malvado tiene motivos explicables para serlo: una niñez triste, un amor frustrante, un desequilibrio por estrés...

Escribimos sobre lo que está de moda escribir, y, si no, no publicas y no cobras, con lo que no puedes comprar lo que tú mismo vendes en los guiones que escribes: una bonita pescadilla –que, por cierto, está recomendada en las numerosas dietas alimenticias con las que la gente trata de ser semejante a los modelos que nos venden.

Pues bien, así, en un mundo que funciona por el mimetismo más absoluto hacia la mayoría, no es de extrañar que el ciudadano sea un devorador de todo, un consumidor sin tino alguno. Tengo un amigo que se justifica por comprar discos piratas diciendo que la música de moda es muy cara. No se plantea liberarse de la estúpida necesidad de comprar el último disco –que será sustituido,
en breve, por otro último que la publicidad insistirá en que es mejor--, no; prefiere incumplir la ley y pasarse por el forro los derechos de los autores. Es algo parecido a los que se bajan tantas películas por Internet, que ni en tres vidas consecutivas tendrán tiempo libre para ver tanto film robado a sus dueños legítimos.

¿De qué nos extrañamos entonces? ¿Cómo no van a llevarse los bonitos cestos de flores madrileños que, además de ser un recuerdo, valen una pasta?

Lo gracioso del asunto es que luego vamos de solidarios, de poco materialistas, de identificados con causas elevadas..., aunque tengamos que acudir a una manifestación con la ropa apropiada que venden en la franquicia de moda.

¿Han probado a liberarse de veras y no renovar el vestuario de verano este año, o comprarse no un reloj de marca, sino que marque la hora? ¿Han probado a prescindir de las nuevas gafas de sol de moda, del móvil de alta tecnología o de los obligados gastos de celebraciones? ¿Probará esta Nochebuena a cenar pizza con cerveza, vestido con un chándal, y concederle importancia real al hecho de reunirse en buena armonía?

Desengañémonos, el resultado final de la publicidad es hacernos ver que hay cosas que son imprescindibles para vivir, aunque no tengamos dinero suficiente y sea necesario robarlas si nos las ponen a huevo.
 
Madalena

Severiano Gil 2005

Dicen que es la mujer más poderosa de Estados Unidos, secretaria de estado, embajadora en la ONU, nacida en Praga cuando coleteaban los latigazos nazis e ignorante de su condición de judía al intentar sus padres protegerla de lo que se les venía encima. Habla no sé cuántos idiomas, tiene fama de conciliadora e inflexible, algo realmente difícil de llevar a la práctica, pero posible en esta mujer tan fuera de lo común, que fue capaz de sacrificar su propio matrimonio en aras de la profesión que tanto ama.

Pero probablemente pasará a la Historia por dos cosas más bien anecdóticas. La primera es hasta simpática, pues Madeleine Albright se arrogó la obligación de enseñar a bailar La Macarena a no recuerdo qué embajador de un país centroafricano. Genial.

Lo segundo es mucho más serio, y tiene relación con el derribo de dos pequeños aviones de turismo cubanos que, jugándose el pellejo, efectuaron un vuelo sobre La Habana para arrojar panfletos contra la dictadura de Fidel Castro. Unos aparatos de las Fuerzas Aéreas cubanas, probablemente cazas interceptores fabricados en la vieja Unión Soviética, despegaron y, tras una persecución dificultosa que obligaba a los pilotos militares a volar peligrosamente a escasa velocidad, las dos avionetas fueron derribadas y, con ello, preservada la pureza del régimen castrista en contra de los solapados enemigos que laboran para la destrucción de la patria cubana.

La fiesta fue consecuente con la vetustez del sistema de defensa cubano, y en los noticiarios aparecieron los autores del derribo, que alababan públicamente sus propios atributos a la hora de hacer frente a tan peligroso enemigo.

La señora Madeleine, que entiende perfectamente el español y sus variopintos giros y expresiones, rebatió las declaraciones oficiales cubanas diciendo literalmente que aquella hazaña no significaba tener cojones –y lo dijo en español—, sino que era una simple y llana cobardía.

Me gusta la señora Albright, porque tiene lo que podríamos exigir a todo político de altura: pasión, asertividad y coherencia con su condición de humano.

Sin embargo me sorprende lo poco que se alaba que una mujer –casi debería especificar que perteneciente al género femenino— haya sido capaz de llegar tan alto y, una vez encaramada en el pináculo del poder, haya seguido ejerciendo de ser humano –y por tanto, de mujer— sin ninguna limitación. No veo que se la utilice como referente de hasta dónde puede llegar una funcionaria eficiente de alto rango sin perder su condición propia de persona, especialmente si estamos hablando de una representante del sexo que se considera débil, sojuzgado e injustamente tratado por la mitad macho del planeta.

Parece que, independientemente de sus virtudes, a Madeleine Albright no se le perdona una condición que siempre la perseguirá mientras viva, que es norteamericana y, o mucho me equivoco, o actualmente no está de moda ser yanqui.

No entiendo, si no, que una figura como ésta pase tan desapercibida para esas mismas colectividades que, en otro caso, le hubieran erigido una estatua con el epígrafe de heroína grabado en oro.


La verdad de la mentira

Severiano Gil 2003

Hay quien dice que no ve La Noria, ni Salvados o como se llamen los programas integrantes de esa miríada de espacios que, al parecer, escandalizan al respetable, acaban asqueando al que soporta más de diez minutos y constituyen un mal ejemplo para esta sociedad acostumbrada a mirarse a sí misma a través del cristal abombado –eso era antes-- del televisor.

Nadie lo ve, nadie asume que, en cuanto los vapores de la digestión de la cena se adueñan de la pequeña parte de intelecto disponible, el dedito se marcha hacia los botones del mando a distancia y abren paso franco al torrente de chascarrilleo disponible, que viene a sustituir la falta de comunicación social que padecemos; ¡ah, aquellas reuniones de vecinos que, a la puerta de casa, sentados a la fresca de la acera, ponían de vuelta y media a los pocos conocidos de entonces! Eso sí que era cotillear, y de gente cercana que, ahora, ha tenido que ser sustituida por una horda de desconocidos que, a fuerza de oírlos nombrar, consideramos casi de la familia.

<>, es una expresión tan frecuente...

Lo que no aclara el dicente es que, sí, que es cierto que ve Gran Hermano a trozos, pero que los periodos de descanso se los marca la propia cadena cuando pone publicidad. Pero bueno, así queda como que lo visto y oído ha sido de pasada, sin intención expresa de caer en la ordinariez de compartir el entretenimiento general de los españoles.

También hay quien dice que no es machista, sino todo lo contrario, que respeta y alaba la igualdad entre los sexos; aunque, bueno, cuando se trata de igualar la educación del hijo y de la hija..., eso ya es otra cosa. La mujer es igual que el hombre <>, y matizan; <>.

Es un poco como la Iglesia Católica, que rinde culto constante a la madre del Salvador y, en cambio, le cierra las puertas del sacerdocio a las féminas por el mismo hecho de ser mujeres.

Y no se salva nadie, porque qué decir del Islam, que las cubre púdicamente y reconoce lo pernicioso de permitir que una mujer decida por sí misma hasta donde es lícito mostrar sus encantos. Otrosí digo del Judaísmo, que parcela el espacio físico y en las Sinagogas las constriñe en el matroneo, elevado y dignificado, sí, pero haciendo rancho aparte con los varones. Y ya que estamos con la religión, ¿ha oído alguien hablar de un Lama que sea mujer, por más que el mismo nombre parezca sugerir, en español, una indiscutible estructura femenina?

También hay vecinos que dicen ser de los buenos, y gobiernos que pregonan amistad y buenas relaciones, como Marruecos, cuando aprovechan cualquier nimiedad para poner el grito en el cielo y acusarnos de mil inconveniencias; pero no dicen que la Hacienda española lleva esperando desde hace años –y lo que le queda— que alguien se haga cargo de las facturas en conceptos de
atenciones sanitarias brindadas a sus ciudadanos.

Todo el mundo dice algo, y miente cuando dice; el gato le miente al perro cuando hace ver que le teme; el abogado le miente al juez cuando defiende a un culpable; el hijo le miente al padre cuando le dice que no fuma, y el padre le miente al hijo cuando hace ver que le cree; el amante tampoco dice la verdad con el manido no puedo vivir sin ti, y tampoco es cierto que las aseguradoras corran con los gastos accidentales que, en principio, aparecen en la letra grande de las pólizas.

Ahora llega Navidad, con su cascada de mensajes deseando amor, paz y amistad, como si el resto del año estuviésemos exentos de regalar esos sentimientos a nuestro alrededor; y, según el Sumo Pontífice, tergiversando la Historia al decir que los Reyes Magos venían de Oriente, o al incluir al buey y la mula en el portal de Belén.

Y, poco después, le toca al Carnaval, y hacemos una fiesta del hecho de mentir sobre nuestra identidad, como si, por una vez, nos cansáramos de fingir y asumiéramos la verdad de la mentira, dejando de mentir para decir que, en realidad, siempre mentimos.

<>, suena una y otra vez en cualquier reunión, y, a lo mejor, si es que no nos han mentido, la muerte sólo es eso, el descanso en la verdad merecida, la única realidad cierta en la mentira de la vida.

Está de moda

Severiano Gil 2004

Está de moda cuidarse el cuerpo, aunque sea a costa de machacarnos el alma con el estrés que nos produce el estilo que vida que, por otro lado, nos obliga a mantener nuestro cuerpo cuidado.

No es un silogismo enrevesado, sino el planteamiento más coherente posible del argumento de nuestras vidas.

Está de moda ser anti-tabaco; aunque buena parte de los presupuestos que se destinan a las campañas al efecto procedan de la recaudación que se consigue de la industria tabaquera.

Está de moda ser progresista, aunque tengamos que volvernos acérrimamente conservadores para evitar que el desarrollo alcanzado se nos vaya por el desagüe de la permisividad.

Está de moda ir a la moda; aunque el interesado corra el riesgo de volverse loco intentando discernir qué tendencia es la que le conviene, o le gusta, de entre tanta oferta equívoca, porque ahora todo en la moda vale, todo es moda.

Está de moda ser solidario; aunque, para serlo, debamos desentendernos de problemas cercanos y conocidos, para dirigir todas nuestras empatías –así se dice ahora— hacia las solidaridades que están de moda.

Está de moda ser liberal en asuntos de sexo; pero no damos jamás nuestro brazo a torcer, plantando cara a los liberales que pretenden abrirnos la mente en otra dirección.

Está de moda ser pacifista; aunque para ello tengamos que apedrear lo que se ponga por delante en un intento de impedírnoslo.

Está de moda ser guapo, y llegamos a adaptar el concepto para que encaje incluso en los físicos menos agraciados.

Está de moda ponerse a régimen para, en las fechas adecuadas, ponernos a morir bebiendo cerveza o devorando embutidos y turrón.

Está de moda ser original; aunque copiemos las originalidades de otros, que es lo único que hace el que va a la moda.

Está de moda comprar literatura, y luego leer las revistas que hablan de los libros y sus autores para poder opinar en cualquier reunión.

Está de moda apadrinar niños que viven a cinco mil kilómetros; aunque se mueran de hambre los de las chabolas del extrarradio de nuestra ciudad.

Está de moda preocuparse por la tercera edad, y creamos residencias maravillosas donde aparcar a los viejos mientras llega o no llega la hora fatal.

Está de moda preocuparse por la educación de los hijos, y conseguimos que sean los mejores y más rápidos en los estudios, para que alcancen cuanto antes un destino profesional que les va a esclavizar de por vida.

Está de moda tener perro, porque nos gustan los animales y la naturaleza –decimos--; pero le torturamos adiestrándolo para que se comporte como el humano que le ha encarcelado en el urbanismo más antinatural.

Está de moda tomar café descafeinado, leche sin su esencia, pan sucio de salvado, dulces sin azúcar, tabaco sin nicotina y conservas sin aditivos..., tenemos incluso pollos sin plumas, y muslos de pollo sin el pollo; y, dicen, que el sexo virtual de Internet sustituirá los riesgos del cuerpo a cuerpo tradicional.

Está de moda comprarse una casa; aunque sea para pasarse la vida pagando un alquiler al banco y, al morirnos, tener que comprar también el apartamento para la eternidad.

Está de moda ser rápido de decisiones; aunque perdamos mucho tiempo planeando la mejor forma de llevarlo a cabo.

Está de moda no ser xenófobo, y para ello somos capaces de renegar de nuestra propia cultura.

Está de moda estar de moda; aunque luego te cueste tu intimidad.

Está de moda tener orejas, para poder llevar pendiente.

Está de moda comprometerse con el desenfado y la trivialidad.

Está de moda escribir tonterías como ésta, y leerlas.

Y dicen que está de moda llevar el pelo rapado, como el que suscribe, cuando mi aspecto es el resultado de estar hasta las narices de la moda.

Seguidores