Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

viernes, 7 de febrero de 2014

¿Realmente, hay Democracia?
Severiano Gil
2014

Falla la base; mejor dicho, no la hay. Llevamos cuarenta años hablando de una democracia que NO EXISTE, desde el momento en que el pueblo NO GOBIERNA ¿Entonces a qué viene llenarnos tanto (y llenarse los políticos) la boca hablando de DEMOCRACIA?
La verdadera Democracia sería aquélla en la el PUEBLO participara en las decisiones del GOBIERNO (que ése es el significado de la palabreja). Y, ya lo vemos, NO ES ASÍ.
Al pueblo, lo único que se le deja es VOTAR para legitimar a la dictadura partitócrata que, lueGo, VA A DECIDIR a quién pone en tal o cual cargo, o qué leyes se van a promulgar o cuáles se van a derogar, y eso, amigos, NO ES DEMOCRACIA, se pongan como se pongan y por muy temprano que se levanten.
La VERDADERA Democracia seria aquélla en la que el pueblo, verdaderamente, votara al individuo sobre el que va a delegar el trabajo de LEGISLAR y GOBERNAR, y eso, aquí, no existe, sino que, como ya he dicho, con los votos del pueblo, se legaliza el gobierno dictatorial de un partido (que vaya usted a saber cómo se articula y quiénes deciden en él). Es decir, que nada ha cambiado desde que era presidente del Gobierno el almirante Carrero Blanco, por hablar de una época concreta.
Nadie opinó (salvo la pantomima aquella del referendum en pena dictadura) si los españoles querían ser una monarquía, una república o el coño de a Bernarda, nadie. El sistema monárquico lo impuso el general Franco, con dos cojones, y nadie se planteó comenzar de cero cuando la cosa acabó en 1975.
Todo lo contrario.
Se gastó mucho en maquillar lo que llamamos "transición", para convecer a lo españoles (pobrecitos ellos, tan huérfanos de ciencia democrática y tan necesitados de libertades) de que lo mejor era no sacar los pies del plato, ir a lo conocido y no innovar, perpetuar la oligarquía que mandaba entonces, y que se apresuró a buscarse un boquete en el que asentar sus reales, y pasar ante los demás como de "izquierdas o derechas de toda a vida", ¿os acordáis?, de manera que nadie de los "usuales" se tenía que apear de su estatus o su nivel.
Y hubo fachas que cambiaron la boina roja por el capullo "psoil", y rojos que se embelesaron con el vuelo de una gaviota, y, luego, "posicionados" ya en sus respectivos palcos, se guiñaron el ojo unos a otros al reconocerse y felicitarse por seguir ahí, arriba, en la poltrona..., sólo que había que convencer a Europa (y no a toda) y a USA (no a todos, salvo la clase dirigente) que íbamos a ser unos niños buenos que aborrecían el franquismo y se morían por entrar en el corralito privado del Mercado Común, que para eso había dinero y voluntad futuros.
Se trompeteó a los cuatro vientos cómo se avanzaba, cómo España salía del oscurantismo y creaba una democracia tan original que hasta el mismísimo partido comunista jaleaba a la Corona y ayudaba a entronizarla como elemento básico para el progreso político.
Y todos se lo creyeron, no "ellos", sino el resto del puebo, contento con que eso que llamaban Democracia se hubiese mudado a vivir en las viejas Españas.
Y así seguimos, llenando las urnas de papeletas para, cada cuatro años, dejar que un dictadura partidista decida nuestros destinos, con el refrendo, claro está, del número de votos coneguido.
Por eso, tal vez, no se deja hablar al pueblo cuando quiere hacerlo por libre, y por eso ni siquiera se contempla dejar que los catalanes decidan qué quieren hacer con sus vidas (nadie habla de separarse, sin sólo saber si la gente PIENSA que así debería ser).
Ya lo dje arriba: NO HAY DEMOCRACIA.

jueves, 6 de febrero de 2014


Amigo barco

Severiano Gil 2005

Estimado Santa Cruz de Tenerife, te llamo amigo porque los melillenses, querámoslo o no, acabamos por tomaros cariño, a pesar de que sois máquinas inanimadas, según dicen los de tierra adentro; pero ellos ignoran lo que es depender de vosotros para poder salvar el centenar de millas que nos separan de nuestra tierra madre, y por eso me dirijo a ti con los mismos miramientos que lo haría con un amigo de carne y hueso.

Y, como a veces ocurre con las amistades, esta relación, recién empezada cuando tu empresa te designó, hace muy poco, para cubrir la línea entre Melilla y Almería, no ha comenzado con buen pie, sino más bien lo contrario. Ya sé que no es culpa tuya, esclavo de las manos y las mentes que te gobiernan, pero como tú eres lo único que no cambia, sea quien sea tu tripulación y los ejecutivos que deciden sobre tu futuro, me veo en la obligación de contártelo.

Te probé el otro día, y confieso que tenía cierto interés en utilizar el nuevo barco, para acelerar el proceso que acabará consolidándose como una buena amistad; pero debo decirte que la experiencia no ha sido demasiado positiva.

Lo de nuevo, ya lo sabes, es porque acaban de asignarte a esta travesía, y espero que tu orgullo de veterano no se haya visto ofendido, porque yo sé que tienes ya tus buenos doce años de vida desde que te echaron al agua desde una grada de los astilleros valencianos La Unión de Levante.

Pero bueno, la fecha de nacimiento generalmente condiciona poco a quienes tratan de mantenerse en buen estado físico; sin embargo, no ocurre eso contigo, amigo, porque, aparte de ser un barco pequeñito –ya lo comprobaremos cuando lleguen las fechas apretadas de Navidad—, no tenías mala pinta visto desde el garaje alto, desde el que accedí a la cubierta 5, que es donde estaba localizado mi camarote.

Incluso la llegada al habitáculo parecía prometer algo cuando el camarero-acomodador me indicó la existencia de una de esas tarjetas magnéticas que se usan en los hoteles; pero, ¡oh, sorpresa!, la mía no funcionaba, y hubo que ir a buscar la adecuada a no sé dónde.

Nada, apenas un detalle tonto que no debería figurar aquí, a no ser por el hecho de que, apenas cerrada la puerta, comencé a fijarme en el aspecto general de la cámara.

Debo reconocer que me asaltó la sensación extraña de estar donde no debía, es decir, en uno de nuestros viejos canguros, ya ancianos hermanos tuyos en los que viajábamos años atrás.

Pero no, no estaba sufriendo una alucinación, aunque todo seguía igual: repisas oxidadas, enchufes medio arrancados, el mando del aire acondicionado atascado de forma que no había manera de cortar el chorro de aire helado; carteles despegados que nadie se había preocupado en recolocar –especialmente al tratarse de la guía para acudir al lugar de reunión en caso de emergencia—. Y, en el aseo, cortina de ducha inexistente, dos ridículas toallas, bien dobladas, eso sí, y ni un vaso disponible para enjuagarse la boca.

Todavía me quedaban recursos para pensar si no me había tocado la china y, por alguna razón, estaba en el peor camarote que podías ofrecer…, y, con la esperanza de olvidar mi desilusión, me fui a comer o, mejor dicho, a intentarlo.

La ridícula línea de autoservicio nos comprimió durante cuarenta minutos a veinte personas que llegué a contar, y todavía no sé por qué razón aquello funcionaba con tanta lentitud, a no ser que el retraso se debiera a que se acabaron las ensaladas tres veces, y que alguno estuvo a punto de quedarse sin macarrones. La espera de cada plato se eternizaba, a pesar de la diligencia desplegada por los empleados que servían a tanto pasajero hambriento –ya digo, podríamos ser unos veinte comensales.

Agradablemente estimulado por los precios a que nos tiene acostumbrados la empresa que te gestiona –pagué 9,20 euros por un plato de macarrones, una ensalada y una cerveza (sí, es verdad, me dieron servilletas y me prestaron un vaso gratis)—, acabé por dejar ir mi voz en el coro de los que expresaban su descontento por el horrendo sabor de lo que empezamos a comer.

Lo salvó todo el café, aceptable y bien servido en la reducida cafetería en la que, por lo demás, apenas si se puede hacer otra cosa que consumir y marcharse, porque las sillas no son lo más adecuado para relajarse un rato o dedicarse a la lectura, por ejemplo.

Es decir, que tuve que regresar al camarote y, perdona, amigo, enfrentarme con el triste recuerdo del Ciudad de Valencia, el Ciudad de Badajoz o el Ciudad de Salamanca mientras durara la travesía.

Y esto es lo que nos espera hasta que cumplas quince años, es decir, hasta el 2009, si es que antes no te sustituyen por otro, lo cual no parece a punto de ocurrir, así que, como decía al principio, tendremos tiempo de sobra para establecer unos sólidos lazos de amistad.

Bienvenido, nuevo amigo, perdona mi frialdad al contarte esto, pero es que, como melillense viajero, apenas si he advertido el cambio en las condiciones en las que atravesábamos el charco hasta hace unos meses, y eso me lleva a aconsejarte que no prestes demasiada atención a los denuestos que oirás prorrumpir a quienes cobijes en tu interior; los melillenses suelen ser un poco protestones, pero jamás llegarán a hacerte daño conscientemente porque saben que sus vacaciones dependen de ti y, en cualquier caso, todos sabemos que los responsables son quienes te envían a servirnos en unas condiciones que, sobre el papel, son bien diferentes a la realidad.

Eso sí, para tu tranquilidad y satisfacción, te diré que al menos las sábanas estaban limpias.
 
Advertir que…, advertir de que…

Severiano Gil 
2003

Sigo pensando que vivimos en una sociedad de buenos deseos, mejores propósitos e inveterado afán por dejar sentado que queremos mejorar; pero, lo que son las cosas, todas esas intenciones no se corresponden lo más mínimo con las realidades que deberían llevar parejas o, mejor, a renglón seguido. Le damos más importancia a la presentación de un plan que a su posterior desarrollo. Los números atrasados de los periódicos nos ilustran en ese sentido, y pudiera parecer que se premia el logro sólo por el hecho de haber alumbrado la idea.

Vivimos en un mundo que prima la originalidad, el destello genial, la inspiración divina; el curro posterior ya es otra cosa, es algo menos original; porque, trabajar en algo que ha diseñado otro, no tiene mérito en esta sociedad nuestra del premio a las ideas.

Y ustedes dirán que a qué viene todo esto; pues muy sencillo. No faltan, casi a diario, alusiones a la necesidad de la formación que tienen las generaciones más noveles; de las intenciones de aumentar los contenidos y ampliar los niveles culturales, de potenciar el Conocimiento –así, con mayúsculas— como única vía de construir un futuro mejor, que es a dónde nos empuja la lógica más lógica que podemos aplicar.

Pues bien, de todas las herramientas de que podemos disponer para ello, la más potente es el lenguaje, la más necesaria, la imprescindible. Porque, sin un conocimiento aceptable de nuestra lengua mal vamos a poder asimilar lo que los libros –o los ordenadores— nos ofrecen para ello, por no hablar de una correcta comprensión de las leyes, una aceptable capacidad para informarse y, por ende, una mínima base sobre la que poder opinar.

Y es el Estado —ese ente concreto y, a la vez, tan impreciso y vago como el más abstracto de los conceptos— el que más interés tiene –o debería tener— en conseguir esos objetivos; pero, a la vez, comete deslices tremendos que parecen diseñados expresamente para conseguir objetivos distintos a los descritos.

Me estoy refiriendo a los dichosos rotulitos con que Tabacalera –o sea, el Estado— nos advierte…, ¿de qué? Porque, en realidad, y ateniéndonos a la lectura del mensaje, lo único que se entresaca es que las autoridades sanitarias se han dado cuenta de que fumar puede matar.

Es la diferencia entre advertir que y advertir de que; porque, y eso lo sabe cualquiera que se detenga a pensarlo, el verbo advertir tiene dos acepciones principales, a saber: darse cuenta de alguna cosa y, también, avisar o prevenir sobre algo

¿Y cómo diferenciamos las dos funciones tan distintas? Pues muy sencillo, con el uso –ineludible— de la preposición de.

¿A que ya vamos cayendo?

No es lo mismo advertir que está lloviendo –porque te mojas—, que advertir de que está lloviendo –para que la gente salga con paraguas—. Y eso es lo que dicen nuestras cajetillas de tabaco de nuevo diseño: que las autoridades sanitarias se han dado cuenta –listas que son ellas— de que fumar puede ser malo para la salud. Pero, lo que es avisarnos, no nos avisan de nada, salvo de que están ahí, mirando e investigando, que es para lo que les pagan.

¿Qué por qué este despego hacia el de preposicional?

Por una reacción inmoderada que se inició en el siglo XIX, precisamente para
huir del exagerado dequeísmo que triunfaba tanto como ahora el queísmo que hemos podido comprobar, hasta el punto que hay quien se dice culto y desconoce la función –tan práctica ella— del socorrido de –otro día hablaremos de la diferencia entre deber y deber de.

Y, si no, escuchen a Telefónica que, aunque asfixiándonos con su inmoderado monopolio, su Servicio Contestador tiene a bien al menos informarnos de que no tenemos ningún mensaje.

Sólo por eso pago con gusto mi factura mensual.
 
Cazas

Severiano Gil 2004
Ustedes, lectores, me van a perdonar, seguro; no así mis amigos periodistas, que, a lo mejor, se sienten aludidos; pero no puedo reprimir una ligera sonrisa cada vez que, este fin de semana, he leído los titulares que hablaban de cazas españoles en su fulgurante sobrevuelo 
del territorio de un país vecino al que nos unen fuertes lazos de amistad y cooperación.

Lo malo de empezar esto es que me veo en la necesidad de aclarar conceptos; porque, a pesar de lo socorrido de nuestro lenguaje y el enorme volumen del saco de los sinónimos, ni uno solo de los medios de comunicación escrita a que he tenido acceso han sabido designar apropiadamente a la pareja de aviones que protagonizó el hecho.

Habría que empezar diciendo que, actualmente, ninguna fuerza aérea tiene en su inventario
cazas en el sentido puro de la palabra. El nombre comenzó a utilizarse después de la Primera Guerra Mundial para designar a los aviones que tenían encargada, como única y exclusiva misión, la de perseguir y dar caza a los bombarderos enemigos –de ahí que, en las fueras aéreas norteamericanas se les empezara denominando con la letra P, de pursuit, perseguidor--. La evolución del combate aéreo dirigido específicamente al apoyo aeroterrestre propició el desarrollo del caza-bombardero que, en origen, eran cazas que no cumplían con demasiada holgura las especificaciones para lo que habían sido diseñados, y se adaptaban mejor al vuelo bajo y al ataque a blancos de tierra, siempre protegidos por sus hermanos pura sangre, los verdaderos cazas.

La era del reactor se inauguró con la división clara entre cazas, bombarderos y caza-bombarderos, aunque, el mayor rendimiento de los diseños y el aumento en las prestaciones dio lugar a que no hubiera ya "cazas" incapaces de cumplir misiones asignadas a los otros dos tipos, por lo que, a poco, todo avión de combate comenzó a pensarse y utilizarse en su triple capacidad. El célebre Tornado, que a punto estuvo de ganar el controvertido programa FACA para dotar al Ejército del Aire español de un avión adecuado a sus misiones, llevaba desde fábrica la denominación de Multi-rol, y en esa línea siguieron los fabricantes y diseñadores.

Nuestro actual F-18 es, en esencia, eso mismo, un poderoso aparato capaz de ganar la  supremacía aérea –misiones de caza— a la vez que con variar su carga de armamento, puede convertirse en un magnífico y preciso bombardero, de ahí que, salvando modas y sistemas de denominación, lo más universal y adecuado a la hora de nombrarlo sea caza-bombardero.

No quedan cazas, ya lo he dicho; aunque quizá sería conveniente matizar que, aunque con versiones de ataque al suelo, los norteamericanos tienen en plantilla el McDonnell-Douglas F-15 Eagle, que es el caza que todo piloto quiso alguna vez pilotar, y que fue diseñado como tal sin escatimar presupuestos en su fabricación ni en su mantenimiento; tanto que sólo lo tiene en plantilla la USAF, las Fuerzas de Autodefensa –menudo eufemismo-- de Japón y la Hail Ha’Avir de Israel.  

Aparte del F-15 –y teniendo en cuenta que su homólogo en la Marina, el F-14 Tomcat, tiene también asignadas tareas de ataque de superficie--, repito, ya no hay "cazas" en el estricto sentido de la palabra.

Ahora bien, usar ese nombre para describir a los dos C-101 que se dieron un paseocerca de los límites fronterizos, no sólo es una inconveniente imprecisión, sino casi una tomadura de pelo para quienes no están duchos en estas lides y están dispuestos a tragarse todo lo que se cuenta en los papeles.

El CASA C-101  Aviojet, pobrecito él, no es más que un aula volante, un pequeño avión, sin electrónica ni equipos más que para aprender a volar, capaz de portar armas, sí, pero aclarando que es un pequeño contenedor en el que monta una ametralladora para prácticas de tiro más que básicas, pues está dotado de sistemas de puntería poco más avanzados que el colimador del Barón Rojo; lleva una planta motriz turbofán que es un sistema civil específico para que salga económico en su consumo, y a bordo suelen ir un profe y su encandilado y tenso alumno, que bastante tiene con mantener aquello en el aire sin hacer daño nadie.

Resulta patético llamar a eso caza, por más que la palabra suene bien y venga como anillo al dedo a las protestas de los vecinos. Pero no, oigan, llamar a un Aviojet de esa forma es igual que designar como transatlántico a nuestros ferris, o pretender fardar de Harley yendo subido en un ciclomotor.
Son aviones-escuela, entrenadores sin más, ruidosas aulas volantes en las que se forman nuestros pilotos, al igual que los de buena parte del mundo; no así en Marruecos, que vienen 
utilizando el Dassault-Breguet/Dornier AlfaJet, que tiene capacidad de ser usado como una eficaz plataforma de ataque al suelo.

Tal vez por eso lo de la confusión.

Civilización

Severiano Gil 2004

Me gusta la música, toda…, o casi toda. No he contado los cedés que hemos acumulado mi pareja y yo, pero son muchos y, como no siempre está uno en casa para poder solazarse a todo trapo, una pequeña selección de esos discos de plástico viaja en el coche, convenientemente estibados en un receptáculo diseñado a propósito.

Para poder escuchar esa música, y de cuando en cuando las noticias, equipé a mi vehículo con un aparato –reproductor se dice ahora, como si su función, más que la de emitir sonidos fuera fecundar a otros —mejor otras— de su especie para proliferar— de una aceptable calidad, que me permite soportar los atascos y repetitivos semáforos cuando –cosa rara— decido utilizar el vehículo para desplazarme.

Para proteger todo esto, dejé que se incrementara el alquiler de mi casa para disponer de un garaje que haga las veces de cuadra en la que duerme ese animal mecánico que sólo bebe líquido y que, en lugar de músculos, tiene complejos mecanismos de acero poco sujetos a las debilidades de la carne.

Pues bien, hete aquí que, hace dos noches, uno o varios ciudadanos –resulta, cuando menos, curioso usar aquí este término—, se las ingeniaron para penetrar en la cuadra comunitaria y, aprovechando que nuestros animales mecánicos no muerden ni cocean, se dedicaron a ensañarse con media docena de ellos, gozando claro de la impunidad de estar a cubierto de miradas y con toda la noche por delante para dar forma a su fechoría.

Hubo de todo, incluido un desusado interés por abrir cada sobre o funda que contuviera papeles; pero, como tónica general, fueron los cristales los primeros en sufrir el golpetazo del vándalo, como acto previo a su intromisión en esos receptáculos de vida privada en que convertimos a nuestros coches.

En mi caso concreto, el reproductor fue lo primero –creo yo— que saltó de su alojamiento, a pesar de un sistema especial de anclaje que, hasta ahora, se consideraba muy seguro. Luego le tocó el turno a los cedés, y ahí empieza el alma a borbotear de indignación, al imaginar las groseras manos del bárbaro toqueteando a Rachmáninov, Murgsorski, Márquez, Sinatra, Serrat e incluso un disco realizado por mi hermano, hasta decidir llevarse todas y cada una de esas muestras de una cultura que nunca podrá entender, puesto que desprecia, y aunque –curioso fenómeno— tenga la insensata pretensión de querer pertenecer a la civilización que la origina.

El problema está en que, a pesar de que esta civilización nuestra nos insiste en que siempre es más conveniente acudir a la legalidad y a la ley como forma de solucionar problemas como los descritos –es decir, la invasión de tu mundo privado—, no les puedo ocultar que me hubiera gustado infinito –y ahora me regodeo en el acto de imaginarlo— haber aparecido por la cuadra mecánica en el momento en que los bárbaros perpetraban su selección de objetos a robar, rompían cristales, ensuciaban tapicerías y lo contaminaban todo con su repugnante zafiedad.

Y uno llega a la conclusión de que, salvo excepciones, la indignación, el odio y los deseos de venganza forman parte del humano sea de la civilización que sea, e independientemente de su nivel cultural.

Ayuda, y mucho, la frase de Bertolt Brecht: "Sólo la violencia ayuda donde la violencia impera", para poder dormir sin cargos de conciencia, porque a veces uno se sorprende inevitablemente al comprobar hasta dónde llega el alarde imaginativo inherente al castigo a aplicar.

¿O será que atinaba mucho más Bernard Shaw cuando decía: "El hombre salvaje adora ídolos de piedra y madera; el civilizado, de carne y de sangre"? Porque, si he de ser sincero, mis sueños de venganza más satisfactorios no son vegetarianos precisamente.

Pero son sólo eso, sueños difíciles de cumplir, porque no solemos ir rondando garajes a altas horas de la madrugada, y mucho menos con el sigilo que precisa una operación de caza a la alimaña bárbara; aunque hay noches que uno se recoge tarde, o baja a la cochera en busca de ese cedé que apetece oír y…

Siempre queda el recurso presente, es decir, escribir y contarles a ustedes lo sucedido, mientras elevo al infinito mi deseo de que el –o los— intrusos se despeñen en un intento de salvar un muro, que se electrocuten al tocar el cable equivocado, o que alguien oportuno les sorprenda y haga realidad el castigo que yo, en pleno uso de mis facultades, les deseo con toda mi alma.


El cuerpo del delito

Severiano Gil 2005

El otro día estuve presenciando una sesión fotográfica en la que el artista no paraba de revolotear alrededor de la modelo, con su cámara en la frente y sin cesar de hacer recomendaciones a la chica, tan mona ella, y tan en pelotas.

<<..., así, así, saca más los labios, como si..., eso es; tira de los hombros más hacia atrás, que te resalten las..., estupendo, muy bien; la pierna izquierda más levantada, que el culito se vea más redondo; y entorna los ojos, más provocativa, eso, así, muy bien querida, magnífico...>>

No sé cuántos carretes se merendó la Nikon con motor y cargador múltiple; pero el fulano acabó sudoroso, casi afónico y, por supuesto, satisfecho a más no poder. La chica acabó, sonrió, se vistió –o medio se cubrió con media camiseta y un pantalón lleno de agujeros— y se marchó tan contenta, después de cobrar, claro, de la mano del artista.

Resulta que las fotos eran para una publicación de esas dirigidas especialmente a un público femenino, cuya editora le daría el destino que creyera conveniente, a saber si para anunciar un perfume, ilustrar un monográfico sobre los cuidados de la piel o adornar un test de personalidad en los que educan a la mujer sobre cómo desempeñarse eficazmente a la hora de mantener enamorado al miembro masculino de la pareja.

Lo mejor de todo es que la modelo cobró "N" euros, mientras que el artista recibiría de la revista, por las mismas fotos, "N x 100". Pero, bueno, el resultado era que cada cual se sentía feliz y contento con lo que le tocaba, que es lo que realmente importa.

Sin embargo, a mí me dio por pensar en el paralelismo entre lo que acababa de ver y el recurrente asunto de la relación proxeneta-prostituta, que tanto está dando que hablar últimamente. Y, la verdad, no veía la diferencia; en resumidas cuentas, y cayendo un poco en la trivialización y la simpleza de ideas, aquella chica acababa de vender su cuerpo –en todas las posturas y poses posibles--, y había cobrado lo justo, en tanto que el artista, que ponía el estudio, el material y el arte, se beneficiaba largamente y, en teoría, con todas las de la ley.

No entro ya a considerar la parte de responsabilidad de la revista en sostener con su demanda este tipo de relación comercial y, a la postre, me dio por reflexionar sobre qué era lo que diferenciaba este tipo de venta del otro, más carnal, personal e íntimo, que todo el mundo se empeña en considerar fraudulento, explotador, soez y pecaminoso.

Y no creo que exista diferencia alguna.

Es verdad que esa chica podría haberse ganado sus cuartos trabajando para una empresa de limpieza, ya saben: seis horas limpiando retretes, oficinas, papeleras o vomitonas de borracho por menos de la mitad de lo que ganó la guapa en dos horas. Y, dados los parámetros por los que se mueve nuestra sociedad actual, no creo que la cosa dé para dudar siquiera, a no ser, ya digo, que pesen las hipócritas barreras culturales y de educación que aún sostiene nuestra sociedad.

¿Qué más da que la mujer se someta a los caprichos lúbricos de un hombre –o de otra mujer— o a la explotación sin alma de una empresa que se aprovecha de sus necesidades? 
En el primer caso pone en juego su físico y sólo eso, voluntariamente por cierto, salvo los casos de prostitución a la fuerza; en el segundo, no sólo acaba condenando su propio cuerpo a las fatigas y riesgos laborales, sino que debe torear los escrúpulos lógicos de ese tipo de trabajo, más la presión psicológica de ver cómo la recompensa a su esfuerzo apenas le deja llegar a finales de mes. Y, por supuesto, no siempre por propia elección sino obligada por las circunstancias.

No sé qué elegiría yo si fuese mujer; pero tengo claro que, de entrada, trataría de sacar el mayor rendimiento de algo que, a ser posible, yo mismo pudiera elegir.

Aunque luego me llamaran..., eso.

Democracia de unos pocos

Severiano Gil2004

Menuda se ha liado con el despecho de la Jackson, ¿se han dado cuenta?

Y cuánto se ha vertido, en prensa, radio, televisión y lugares de trabajo, sobre la hipocresía de los norteamericanos, la pacata censura impuesta a las emisiones en directo y lo bien buenos que somos nosotros, los europeos, que no nos dejamos escandalizar por nada y depositamos ciegamente la salvación de nuestro sistema en la progresista libertad de expresión.

No faltan sesudos –y sesudas— participantes en foros y mesas redondas que aprovechan la coyuntura para poner de vuelta y media a la sociedad USA –esa misma que nos marca preferencias en cine, modas, tecnología e Historia--, doliéndose del papanatismo que ataca la salida de pecho de la Jackson y luego mantiene la pena de muerte en muchos de sus Estados, o se va a la guerra, como Mambrú, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo –sí, también lo pongo con mayúscula, ¿por qué no?

Hizo falta, el otro día, que un señor de hablar mesurado y conciliador interviniera en un programa matinal de reconocida audiencia para advertir a los oyentes, y quizá más a los contertulios, que precisamente el sistema político británico, del que es fiel heredero el norteamericano, es la única democracia estable y sólida que ha sido capaz de aguantar doscientos años sin atentar contra sí misma, sin suicidarse, como parecen estar en trance de hacer muchas otras que se auto-ensalzan constantemente.

Le faltó al buen hombre acudir al propio significado de la palabra democracia, el gobierno de todos, y de cómo, al ser imposible atender a todas y cuantas posibilidades emanan de la voluntad popular, se toma el deseo de la mayoría como único veredicto válido a la hora de tomar decisiones. Lo hacen hasta en las reuniones de vecinos, en los jurados populares y en el cónclave que elige a los Papas. Y eso es democrático, sí señor.

Por eso, si a la mayoría le parece mal verle la teta a la Jackson –por cierto, ¿fue la derecha o la izquierda?--, lo democrático es censurar ese tipo de espectáculo; si la mayoría piensa y vota que es conveniente la pena de muerte, pues lo democrático es mantenerla en vigor; si la mayoría cree que es necesario ir a la guerra, pues participar en el conflicto es el mejor ejercicio de democracia que pueda hacerse, ¿o no?

A lo mejor resulta que, lo que no es conveniente, es que la democracia propicie los deseos de la mayoría, pudiera ser; o que la democracia, en según qué sitios, debe imponerse aún cuando la mayoría no la crea conveniente.

Es lo que me da la sensación que ocurre en nuestra vieja y sabia sociedad occidental, que creemos que democracia es lo que piensan unos pocos que piensan por los demás, y eso, señores censores de la moral norteamericana, tiene otro nombre.

Es posible que, en los tiempos que corren, sea más conveniente una oligarquía que decida con mayor conocimiento de causa; pero a cualquiera de esos defensores de la total libertad de expresión, el mero hecho de suponer que la mayoría desee la imposición de cierta censura les subleva el alma y, además,
son capaces de decir que, en este caso, la mayoría no sabe lo que dice.

Me gustaría que esos ejecutantes de su propia moral explicaran qué harían o dirían si la mayoría de los españoles votara en contra de la libertad de expresión actual, ésa que nos llena el televisor de trifulcas barriobajeras y disputas malsonantes.

Seguramente que, como buenos demócratas, harían oídos sordos a lo que expresa esa mayoría inculta y farisea, probablemente adoctrinada por vaya usted a saber, y seguirían adelante con su particular concepto de lo que, para ellos, significa la palabra democracia.

Seguidores