Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014

 
Advertir que…, advertir de que…

Severiano Gil 
2003

Sigo pensando que vivimos en una sociedad de buenos deseos, mejores propósitos e inveterado afán por dejar sentado que queremos mejorar; pero, lo que son las cosas, todas esas intenciones no se corresponden lo más mínimo con las realidades que deberían llevar parejas o, mejor, a renglón seguido. Le damos más importancia a la presentación de un plan que a su posterior desarrollo. Los números atrasados de los periódicos nos ilustran en ese sentido, y pudiera parecer que se premia el logro sólo por el hecho de haber alumbrado la idea.

Vivimos en un mundo que prima la originalidad, el destello genial, la inspiración divina; el curro posterior ya es otra cosa, es algo menos original; porque, trabajar en algo que ha diseñado otro, no tiene mérito en esta sociedad nuestra del premio a las ideas.

Y ustedes dirán que a qué viene todo esto; pues muy sencillo. No faltan, casi a diario, alusiones a la necesidad de la formación que tienen las generaciones más noveles; de las intenciones de aumentar los contenidos y ampliar los niveles culturales, de potenciar el Conocimiento –así, con mayúsculas— como única vía de construir un futuro mejor, que es a dónde nos empuja la lógica más lógica que podemos aplicar.

Pues bien, de todas las herramientas de que podemos disponer para ello, la más potente es el lenguaje, la más necesaria, la imprescindible. Porque, sin un conocimiento aceptable de nuestra lengua mal vamos a poder asimilar lo que los libros –o los ordenadores— nos ofrecen para ello, por no hablar de una correcta comprensión de las leyes, una aceptable capacidad para informarse y, por ende, una mínima base sobre la que poder opinar.

Y es el Estado —ese ente concreto y, a la vez, tan impreciso y vago como el más abstracto de los conceptos— el que más interés tiene –o debería tener— en conseguir esos objetivos; pero, a la vez, comete deslices tremendos que parecen diseñados expresamente para conseguir objetivos distintos a los descritos.

Me estoy refiriendo a los dichosos rotulitos con que Tabacalera –o sea, el Estado— nos advierte…, ¿de qué? Porque, en realidad, y ateniéndonos a la lectura del mensaje, lo único que se entresaca es que las autoridades sanitarias se han dado cuenta de que fumar puede matar.

Es la diferencia entre advertir que y advertir de que; porque, y eso lo sabe cualquiera que se detenga a pensarlo, el verbo advertir tiene dos acepciones principales, a saber: darse cuenta de alguna cosa y, también, avisar o prevenir sobre algo

¿Y cómo diferenciamos las dos funciones tan distintas? Pues muy sencillo, con el uso –ineludible— de la preposición de.

¿A que ya vamos cayendo?

No es lo mismo advertir que está lloviendo –porque te mojas—, que advertir de que está lloviendo –para que la gente salga con paraguas—. Y eso es lo que dicen nuestras cajetillas de tabaco de nuevo diseño: que las autoridades sanitarias se han dado cuenta –listas que son ellas— de que fumar puede ser malo para la salud. Pero, lo que es avisarnos, no nos avisan de nada, salvo de que están ahí, mirando e investigando, que es para lo que les pagan.

¿Qué por qué este despego hacia el de preposicional?

Por una reacción inmoderada que se inició en el siglo XIX, precisamente para
huir del exagerado dequeísmo que triunfaba tanto como ahora el queísmo que hemos podido comprobar, hasta el punto que hay quien se dice culto y desconoce la función –tan práctica ella— del socorrido de –otro día hablaremos de la diferencia entre deber y deber de.

Y, si no, escuchen a Telefónica que, aunque asfixiándonos con su inmoderado monopolio, su Servicio Contestador tiene a bien al menos informarnos de que no tenemos ningún mensaje.

Sólo por eso pago con gusto mi factura mensual.

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