Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014



El pasado y el futuro

Severiano Gil 2004

Tengo una amiga –casualmente, la directora de este medio-- que vive, justito, junto a la casa en la que pasé mi adolescencia, el antiguo número siete de la, entonces, calle del teniente coronel Seguí, ahora, avenida de la Democracia. Y la otra tarde, después de un vano intento de arreglar una persiana recalcitrante, me concedí unos minutos, y un cigarrillo, en el balcón que tanto me recuerda a aquellos años pasados, con la urdimbre del parque Hernández incitando a la calma, el rumor lejano de la vida ciudadana, que alienta todavía después de la puesta de sol y, abajo, el tráfico que, a esa hora, parece apresurado por encontrar el destino final del día, pululando cada coche cual escarabajo sin patas en busca de su guarida.

Me gusta practicar esta pequeña terapia de reconciliación con el pasado que fue. Y sirve, ya lo creo que sirve, para, sintiéndote el de entonces, hacer ese viaje imposible al futuro que los años te permiten hacer. Me dejo tener trece años de nuevo, y siento esa cosquilla que precede al sueño hecho realidad cuando veo mi automóvil actual aparcado en mi calle de entonces. Hago memoria con facilidad –pues me siento el de aquel ayer—, y el parque ayuda, y los árboles de la calle, y puedo decirme a mí mismo que estoy satisfecho con el futuro que le espera a ese adolescente asomado al balcón de la vieja casa sobre la nueva calle.

Aunque el cielo es el mismo, el perfil de la ciudad ha cambiado con sus nuevas torres de edificios y enormes focos de luz donde antes había oscuridad…

Recordé que, entonces, yo solía ilusionar a mis hermanos pequeños cuando les señalaba hacia el Oeste, donde unos árboles cercanos a zoco El-Had asemejaban perfectamente una caravana que avanzara por la parte alta de las colinas; y, aunque esa caravana estaba allí durante todo el año, ellos sólo la veían a partir de que, a primeros de diciembre, yo les llamara la atención sobre ella, disparando sus ansias al explicarles que era la caravana de los Reyes Magos, que se iba aproximando a Melilla. Luego, después del magno acontecimiento de enero, yo seguía vigilando la reata de camellos ficticia durante el resto del tiempo, incorporándolas a mi paisaje y cerciorándome de que seguían ahí, preparados, para el año siguiente incorporarlos a la ilusión de los peques.

Pues bien, la otra tarde miré y miré, y no pude ver los árboles que me permitieron crear aquel sueño; los tapa un nuevo y espigado edificio en Duquesa de la Victoria donde, curiosamente, vive uno de mis hermanos; y el detalle me hizo ver hasta qué punto ha cambiado todo que incluso ha desaparecido el regalo sin precio de una antigua ilusión.

Pero no, no crean que ahora viene dolerse del pretérito perdido, de tanto bueno pasado o de que antes todo era mejor; no, ni mucho menos. Lo mismo que me llena de satisfacción mi presente actual –pues es el futuro del chaval que miraba cada tarde desde su balcón—, creo que los cambios habidos desde aquel entonces han sido para bien. Cierto es que la ciudad ya no es la misma, pero faltaría a la verdad si dijera que no ha mejorado, si negara que el tiempo transcurrido nos ha hecho prosperar, crecer en todos los sentidos y convertirnos en algo en lo que nunca antes hubiéramos podido sospechar, especialmente en aquellos primeros años Setenta de realidades inciertas.

Somos una ciudad autónoma, hemos rebasado los setenta mil habitantes, disfrutamos de un nivel de vida superior a la media española y, aunque todavía hay mucho de lo que quejarse,
prueben los veteranos a imaginar lo que sería de nosotros ahora si esta ciudad fuera la de entonces, ¿recuerdan?: playas interiores tan inexistentes que era necesario salir a Marruecos, barcos viejos para viajar, aviones menudos, escasos y lentos, viviendas obsoletas, sueldos que sólo daban para ir al cine una vez a la semana –algunos a gallinero—, guateques en casas particulares porque no había un maldito local donde tomarse una copa –los hubo, pero duraron poco—, autobuses supervivientes de la Segunda Guerra Mundial, hospital de la Cruz Roja, Casa de Socorro y otros edificios públicos que más parecían aseos empotrados en lugares recónditos –recuerden si no la antigua Comisaría de Policía.

De acuerdo en que era una Melilla para añorar; pero yo, si me lo permiten, me quedo con la presente, con sus defectos y, también, con sus muchas virtudes…, y aunque ya no se pueda ver, desde mi vieja casa, la sugerente caravana que tanto ilusionó a mis hermanos y a mí.

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