Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014


Amigo barco

Severiano Gil 2005

Estimado Santa Cruz de Tenerife, te llamo amigo porque los melillenses, querámoslo o no, acabamos por tomaros cariño, a pesar de que sois máquinas inanimadas, según dicen los de tierra adentro; pero ellos ignoran lo que es depender de vosotros para poder salvar el centenar de millas que nos separan de nuestra tierra madre, y por eso me dirijo a ti con los mismos miramientos que lo haría con un amigo de carne y hueso.

Y, como a veces ocurre con las amistades, esta relación, recién empezada cuando tu empresa te designó, hace muy poco, para cubrir la línea entre Melilla y Almería, no ha comenzado con buen pie, sino más bien lo contrario. Ya sé que no es culpa tuya, esclavo de las manos y las mentes que te gobiernan, pero como tú eres lo único que no cambia, sea quien sea tu tripulación y los ejecutivos que deciden sobre tu futuro, me veo en la obligación de contártelo.

Te probé el otro día, y confieso que tenía cierto interés en utilizar el nuevo barco, para acelerar el proceso que acabará consolidándose como una buena amistad; pero debo decirte que la experiencia no ha sido demasiado positiva.

Lo de nuevo, ya lo sabes, es porque acaban de asignarte a esta travesía, y espero que tu orgullo de veterano no se haya visto ofendido, porque yo sé que tienes ya tus buenos doce años de vida desde que te echaron al agua desde una grada de los astilleros valencianos La Unión de Levante.

Pero bueno, la fecha de nacimiento generalmente condiciona poco a quienes tratan de mantenerse en buen estado físico; sin embargo, no ocurre eso contigo, amigo, porque, aparte de ser un barco pequeñito –ya lo comprobaremos cuando lleguen las fechas apretadas de Navidad—, no tenías mala pinta visto desde el garaje alto, desde el que accedí a la cubierta 5, que es donde estaba localizado mi camarote.

Incluso la llegada al habitáculo parecía prometer algo cuando el camarero-acomodador me indicó la existencia de una de esas tarjetas magnéticas que se usan en los hoteles; pero, ¡oh, sorpresa!, la mía no funcionaba, y hubo que ir a buscar la adecuada a no sé dónde.

Nada, apenas un detalle tonto que no debería figurar aquí, a no ser por el hecho de que, apenas cerrada la puerta, comencé a fijarme en el aspecto general de la cámara.

Debo reconocer que me asaltó la sensación extraña de estar donde no debía, es decir, en uno de nuestros viejos canguros, ya ancianos hermanos tuyos en los que viajábamos años atrás.

Pero no, no estaba sufriendo una alucinación, aunque todo seguía igual: repisas oxidadas, enchufes medio arrancados, el mando del aire acondicionado atascado de forma que no había manera de cortar el chorro de aire helado; carteles despegados que nadie se había preocupado en recolocar –especialmente al tratarse de la guía para acudir al lugar de reunión en caso de emergencia—. Y, en el aseo, cortina de ducha inexistente, dos ridículas toallas, bien dobladas, eso sí, y ni un vaso disponible para enjuagarse la boca.

Todavía me quedaban recursos para pensar si no me había tocado la china y, por alguna razón, estaba en el peor camarote que podías ofrecer…, y, con la esperanza de olvidar mi desilusión, me fui a comer o, mejor dicho, a intentarlo.

La ridícula línea de autoservicio nos comprimió durante cuarenta minutos a veinte personas que llegué a contar, y todavía no sé por qué razón aquello funcionaba con tanta lentitud, a no ser que el retraso se debiera a que se acabaron las ensaladas tres veces, y que alguno estuvo a punto de quedarse sin macarrones. La espera de cada plato se eternizaba, a pesar de la diligencia desplegada por los empleados que servían a tanto pasajero hambriento –ya digo, podríamos ser unos veinte comensales.

Agradablemente estimulado por los precios a que nos tiene acostumbrados la empresa que te gestiona –pagué 9,20 euros por un plato de macarrones, una ensalada y una cerveza (sí, es verdad, me dieron servilletas y me prestaron un vaso gratis)—, acabé por dejar ir mi voz en el coro de los que expresaban su descontento por el horrendo sabor de lo que empezamos a comer.

Lo salvó todo el café, aceptable y bien servido en la reducida cafetería en la que, por lo demás, apenas si se puede hacer otra cosa que consumir y marcharse, porque las sillas no son lo más adecuado para relajarse un rato o dedicarse a la lectura, por ejemplo.

Es decir, que tuve que regresar al camarote y, perdona, amigo, enfrentarme con el triste recuerdo del Ciudad de Valencia, el Ciudad de Badajoz o el Ciudad de Salamanca mientras durara la travesía.

Y esto es lo que nos espera hasta que cumplas quince años, es decir, hasta el 2009, si es que antes no te sustituyen por otro, lo cual no parece a punto de ocurrir, así que, como decía al principio, tendremos tiempo de sobra para establecer unos sólidos lazos de amistad.

Bienvenido, nuevo amigo, perdona mi frialdad al contarte esto, pero es que, como melillense viajero, apenas si he advertido el cambio en las condiciones en las que atravesábamos el charco hasta hace unos meses, y eso me lleva a aconsejarte que no prestes demasiada atención a los denuestos que oirás prorrumpir a quienes cobijes en tu interior; los melillenses suelen ser un poco protestones, pero jamás llegarán a hacerte daño conscientemente porque saben que sus vacaciones dependen de ti y, en cualquier caso, todos sabemos que los responsables son quienes te envían a servirnos en unas condiciones que, sobre el papel, son bien diferentes a la realidad.

Eso sí, para tu tranquilidad y satisfacción, te diré que al menos las sábanas estaban limpias.

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