Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014



El cuerpo del delito

Severiano Gil 2005

El otro día estuve presenciando una sesión fotográfica en la que el artista no paraba de revolotear alrededor de la modelo, con su cámara en la frente y sin cesar de hacer recomendaciones a la chica, tan mona ella, y tan en pelotas.

<<..., así, así, saca más los labios, como si..., eso es; tira de los hombros más hacia atrás, que te resalten las..., estupendo, muy bien; la pierna izquierda más levantada, que el culito se vea más redondo; y entorna los ojos, más provocativa, eso, así, muy bien querida, magnífico...>>

No sé cuántos carretes se merendó la Nikon con motor y cargador múltiple; pero el fulano acabó sudoroso, casi afónico y, por supuesto, satisfecho a más no poder. La chica acabó, sonrió, se vistió –o medio se cubrió con media camiseta y un pantalón lleno de agujeros— y se marchó tan contenta, después de cobrar, claro, de la mano del artista.

Resulta que las fotos eran para una publicación de esas dirigidas especialmente a un público femenino, cuya editora le daría el destino que creyera conveniente, a saber si para anunciar un perfume, ilustrar un monográfico sobre los cuidados de la piel o adornar un test de personalidad en los que educan a la mujer sobre cómo desempeñarse eficazmente a la hora de mantener enamorado al miembro masculino de la pareja.

Lo mejor de todo es que la modelo cobró "N" euros, mientras que el artista recibiría de la revista, por las mismas fotos, "N x 100". Pero, bueno, el resultado era que cada cual se sentía feliz y contento con lo que le tocaba, que es lo que realmente importa.

Sin embargo, a mí me dio por pensar en el paralelismo entre lo que acababa de ver y el recurrente asunto de la relación proxeneta-prostituta, que tanto está dando que hablar últimamente. Y, la verdad, no veía la diferencia; en resumidas cuentas, y cayendo un poco en la trivialización y la simpleza de ideas, aquella chica acababa de vender su cuerpo –en todas las posturas y poses posibles--, y había cobrado lo justo, en tanto que el artista, que ponía el estudio, el material y el arte, se beneficiaba largamente y, en teoría, con todas las de la ley.

No entro ya a considerar la parte de responsabilidad de la revista en sostener con su demanda este tipo de relación comercial y, a la postre, me dio por reflexionar sobre qué era lo que diferenciaba este tipo de venta del otro, más carnal, personal e íntimo, que todo el mundo se empeña en considerar fraudulento, explotador, soez y pecaminoso.

Y no creo que exista diferencia alguna.

Es verdad que esa chica podría haberse ganado sus cuartos trabajando para una empresa de limpieza, ya saben: seis horas limpiando retretes, oficinas, papeleras o vomitonas de borracho por menos de la mitad de lo que ganó la guapa en dos horas. Y, dados los parámetros por los que se mueve nuestra sociedad actual, no creo que la cosa dé para dudar siquiera, a no ser, ya digo, que pesen las hipócritas barreras culturales y de educación que aún sostiene nuestra sociedad.

¿Qué más da que la mujer se someta a los caprichos lúbricos de un hombre –o de otra mujer— o a la explotación sin alma de una empresa que se aprovecha de sus necesidades? 
En el primer caso pone en juego su físico y sólo eso, voluntariamente por cierto, salvo los casos de prostitución a la fuerza; en el segundo, no sólo acaba condenando su propio cuerpo a las fatigas y riesgos laborales, sino que debe torear los escrúpulos lógicos de ese tipo de trabajo, más la presión psicológica de ver cómo la recompensa a su esfuerzo apenas le deja llegar a finales de mes. Y, por supuesto, no siempre por propia elección sino obligada por las circunstancias.

No sé qué elegiría yo si fuese mujer; pero tengo claro que, de entrada, trataría de sacar el mayor rendimiento de algo que, a ser posible, yo mismo pudiera elegir.

Aunque luego me llamaran..., eso.

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