Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014


Nuestra memoria
Severiano Gil, 2004 Dicen por ahí que la Historia es la única ciencia que no produce..., y siempre suelo añadir, <>, porque hay ciertamente muchas otras cosas que no generan nada y, sin embargo, son objetos de un culto exacerbado según por quiénes y en qué lugar. Además, ¿de dónde se sacan los así dicentes tamaña afirmación? ¿Qué produce la Literatura, o la Poesía? ¿Qué rendimiento –rendimiento material, se entiende-- podríamos extraer de la contemplación de un cuadro o la audición de una sinfonía?
Ninguno, pero ¡ay!, ¿y el placer? ¿Es tan fácil olvidarse de las especiales sensaciones que nos produce la cercanía del Arte, en general?
Para mí que los que echan de menos la producción de la Historia son gente de Ciencias, ¡seguro! Pero se olvidan de que la mitad de la humanidad apostó por las Letras –la humanidad que estudiaba en España el bachiller de los Setenta, claro.
Y no, no voy a quedarme en la mera afirmación de que la Historia nos produce sólo el placer de conocerla o cultivarla, porque hay algo más, y no creo rozar parcelas inalcanzables para la mayoría si afirmo que, como poco, la Historia es la única ciencia que es capaz de enseñarnos sobre algo tan difícil como es el conocimiento de nosotros mismos.
Esta semana, TVE ha empezado una serie de 27 capítulos sobre nuestra Historia que, bajo el título de Memoria de España, promete ponernos en bandeja una mirada retrospectiva que abarca un periodo de trescientos mil años..., ahí es nada.
Y ahí está la primera lección, porque lo primero que deberíamos tener en cuenta es que, entre esos Neanthertal y Sapiens que pateaban el norte de la meseta y nosotros, apenas si media un suspiro temporal, unos cuantos años de desarrollo tecnológico, que no mental, y un mejor conocimiento del medio que nos rodea, sólo eso.
Esos laboriosos primitivos que nos dejaron amontonaditos los restos de Atapuercas somos nosotros mismos transportados hasta más allá de hace tres mil siglos. Aquella población escasa que se alimentaba de lo que podía recoger o cazar, creció y dio forma a comunidades más desarrolladas; se defendió de recién llegados que le disputaban los escasos recursos y, más tarde o más temprano, se mezcló con ellos, y recibió –con un cierto retraso respecto a las grandes civilizaciones de Oriente— aportes culturales y tecnológicos que la igualaron al resto de los habitantes del Mediterráneo.
Cartago y Roma se pelearon por ciertas zonas de lo que ya se llamaba Iberia, y la última acabó por extender del todo el mantel sobre el que se colocó la vajilla de un futuro gran banquete medieval, aportando su cultura y sirviendo de vehículo para que el Cristianismo, apoyándose en su progenitor judío, se extendiera del todo y marcara sus propias diferencias.
Los germanos del Norte se dieron cuenta, quince siglos antes, de las bondades turísticas de lo que todos conocían entonces como Hispania, y se quedaron, hasta que las oleadas bereberes –nadie dijo si eran legales o ilegales— saltaron el Estrecho y trajeron la noticia de que, allá en Arabia, 
hacía dos siglos que había nacido una nueva religión, hija también del Judaísmo, hermana de la cristiana y, como ella, convencida de que había que conseguir que se alabara a Dios por medio del ardid político o del golpe de la espada.
Los hispanos, aquellos descendientes directos de los sapiens del neolítico, fueron capaces de aprender árabe sin olvidar el latín; siguieron habitando la península ibérica e hicieron suyos los logros que, después, han pasado a la posteridad con etiquetas varias y fáciles de asimilar por una lectura ligera del pasado.
Más tarde, cuando esos mismos descendientes de los primitivos Cro-Magnon se sintieron capaces de cambiar el sistema, acabaron con la civilizada y, por tanto, decadente al-Ándalus y sentaron las bases de lo que sería después uno de los primeros estados modernos del mundo, asociando reinos y principados con el objetivo común de mantener con cierta seguridad el legado que ya llevaba perpetuándose unos cientos de miles de años.
Castilla y Aragón fueron, a la postre, quienes amueblaron la gran casa, se buscaron las formas de conseguir ingresos y se esforzaron en crear una familia próspera y sólida donde se pudo gestar una empresa mucho más grande que se llamó, y se llama, España.
Aquellos sapiens que asaban trozos de venado en Atapuerca no lo sabían; pero somos ellos mismos los que, multiplicados más de cien veces, modelados por una decena de culturas y explotando hasta la saciedad los recursos posibles, hemos sido capaces de pagar la enorme hipoteca del pasado y disfrutar, todos, de la propiedad de una patria –territorio, lengua, cultura, objetivos, etc.— que, no obstante, nos sigue exigiendo atención y cuidados.
Y eso, que es la esencia de nuestra existencia, nos lo enseña la correcta y adecuada observación de la Historia.
Quedan 27 capítulos de esa serie que podremos disfrutar hasta primeros de septiembre, que ustedes la disfruten, y yo que lo vea.
 

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