Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014



Indicativos presentes

Severiano Gil, 2004
En Historia es axiomático, y como tal se considera, que cuando una civilización progresa lo suficiente como para volver cómoda y fácil la vida de sus integrantes, en algún lugar del limbo de las cuentas se enciende un piloto ámbar que avisa de la proximidad de la decadencia.

Hay indicativos claros a los que podemos acudir: un ejemplo, el Imperio Romano, su sociedad, su legislación y, sobre todo, su ejército. En este caso, la tecnología incorporada ayudaba a su eficacia, pero volvía más dependientes a las tropas de esos elementos y, por supuesto, del dinero necesario para construirlos y mantenerlos. Al final, fue necesario reclutar tropas extranjeras –inmigrantes— que libraron a los romanos auténticos de los años de mili que le correspondían, y así les fue.

Por supuesto que esto es un proceso lento que a ninguno de los que lo vivieron fue capaz de alertar –salvo a aquéllos con una amplia y clara visión política.

El caso es que, en esta Europa nuestra de avances tecnológicos, logros sociales y vida envidiada, la luz ha pasado del ámbar al rojo, y no me cuesta decirlo, escribirlo y asumirlo, porque creo que es un proceso normal en el devenir de las civilizaciones. No hay nada que pueda oponerse e invertir la polaridad; no se puede detener el proceso, ni invertirlo, todo lo más seríamos capaces de frenarlo para dar tiempo a que los vivientes de turno lo vayan asimilando sin demasiados traumas.

Eso es lo que hace, tradicionalmente, la Iglesia y los movimientos conservadores: frenan el avance que, aunque parezca orientado a alcanzar la cima de la perfección, siempre tiende a disolverse en el torbellino del progreso.

Sin embargo, ninguno de nosotros que tenga un cociente de inteligencia medianito apostaría por ir marcha atrás, perder ventajas y logros a costa de mantener permanentemente un sistema que acabaría aburriéndose a sí mismo.

Por supuesto que todo esto viene a colación por la aprobación de la nueva ley reguladora de matrimonios entre personas del mismo sexo, que es el título legal que figura, y no, como casi todos parecen creer, que se trata de regularizar las uniones de homosexuales.

Es cierto que los homosexuales –me niego a utilizar el extranjerismo ñoño de gay— podrán usar la ley, y hasta apostaría a que la intención del legislador ha ido orientada en ese sentido; pero, si estudiamos lo recién legislado, veremos claramente que se trata de bendecir civilmente las uniones de personas, sin que tenga que ver el género; es decir, que los heterosexuales también podremos casarnos entre nosotros para legalizar o regular una situación de hecho que, de otra forma, no tiene siquiera nombre y, ahora, se llamará matrimonio.

Me parece un avance, un logro y algo que, dadas las estructuras actuales de nuestra sociedad, era absolutamente necesario, a pesar de las reticencias de los resortes conservadores que, como es su obligación, empujan pare frenar la excesiva ligereza de quienes tienen prisa.

Ahora bien, si precisamente la Iglesia prohibe expresamente a sus ministros contraer matrimonio basándose en el viejo concepto, debería, al menos en España, revisar su postura, porque, ¿qué hacer con dos sacerdotes hetero que deciden acogerse a la Ley para asegurarse compañía, amistad
y apoyo económico cuando el otro falte?

No me extrañaría que a los conferenciantes episcopales nacionales se les hubiera pasado por alto el dato, y tienen difícil oponerse a ello, ya que la razón que esgrimió –y sigue esgrimiendo— el Vaticano para la prohibición matrimonial es, específicamente, evitar que los clérigos tuvieran hijos que heredaran sus canonjías y prebendas. Si es así, un matrimonio de curas no-homosexuales no estaría contraviniendo ninguno de los mandatos o posturas ideológicas que la prohibición pretende justificar.

Hay que conceder cierta razón, no obstante, a quienes aluden –quizá con tintes excesivamente lúgubres— a la desarticulación de los resortes socio-culturales; al desmembramiento de nuestro sistema actual y al Apocalipsis demográfico cuando, al salir del cole, un niño se vaya con papá y mamá, otro con papá y papá y al tercero, cuyas dos mamás trabajan, venga a recogerlo el esposo hetero del cura de la parroquia.

Ahí queda el reto; pero, por otra parte, y aunque me alegra haber vivido lo suficiente para ver determinados cambios en la sociedad que me arropa, no puedo por menos que sonreírme al vislumbrar en la lejanía del éter los destellos ámbar de la decadencia que, como a buenos humanos progresistas, inevitablemente nos espera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores