Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014



Múdese, hombre

Severiano Gil 2004

No voy a citar nombres, pero el otro día me entretuve en leer un suplemento dominical –no era el de El Faro, lo siento— en el que figuraban los deseos y sueños de medio centenar de famosos con vistas al recién estrenado año; y había de todo, aunque pude advertir ciertas coincidencias que me llamaron la atención, por ejemplo un inusitado interés por dirigir la filarmónica de Viena en conjunción con el Orfeón Donostiarra, así como una extraña fijación por perderse en el mar a bordo de un velero de recreo –algunos con toda la familia incluida.

Y yo me pregunto, ¿saben acaso lo que comporta emplear unas vacaciones navegando sin rumbo sobre un velero? –algunos insistían en que fuese de madera (¿por ecología quizá?)—. ¿Han pensado en las largas horas de aburrimiento en una zona encalmada, en los vaivenes de un ligero y travieso magoncete, en la escora permanente a que te obliga el rumbo y el viento relativo? Seguramente que no, pero, bueno, cada cual es muy suyo de idealizar lo que le venga en gana y, puestos a soñar, pues se puede uno inventar una mar constantemente en calma para un barco que no existe más que en nuestra imaginación.

Pero lo que sí me llamó la atención fue la opinión –que no deseo— de un anciano preclaro, arquitecto por más señas y con sus noventa añitos ya cumplidos, que se dolía de un mundo que caminaba hacia el desastre; mejor dicho, que ya había llegado a la abyección más absoluta.

Se quejaba el buen e inteligente hombre de la jungla de asfalto en que se había convertido Madrid, en cómo el hombre –y la mujer, supongo— se había rendido a ser un preso del hormigón –y lo dice él, que ha comido de eso durante toda su vida—, viviendo en medio de una urbe deshumanizada, cautivo del estrés, sufridor de la polución y doliente del torbellino en que se ha convertido la vida actual. Tan negro lo pintaba que casi daban ganas de asentir cuando el nonagenario afirmaba que lo único que deseaba para el 2004 era morirse, pues ya había visto bastante y, en su opinión, nada tenía arreglo.

Digna postura y respetable deseo; pero, inmediatamente, traté de ver reflejadas en mí mismo aquellas temibles afirmaciones, aquella ordalía de presuntos males que inundaban nuestro entorno y volvían este mundo en irrespirable e invivible…, y me di cuenta de que me faltaban casi todas.

Caí entonces en que había una circunstancia primordial que nos hacía diferente a él y a mí, y no me refiero a la edad, sino al lugar en donde vivimos.

Es cierto que Melilla tiene un exceso de cemento…, bueno, o de argamasa que une ladrillos y demás; el tráfico puede ser desesperante durante dos o tres horas como máximo, y repartidas a lo largo del día; que la polución… Ahí empecé a notar la falta de elementos de los que quejarme y que igualaran mi punto de vista con el del autor del deseo neoanual.

Porque resulta que, si es verdad que alguien acostumbrado al campo puede echar de menos zonas verdes en esta ciudad, no menos cierto es que, apenas te sitúes –te posiciones se dice ahora— en un lugar adecuado, el mar te abre las puertas del alma hacia el infinito, el cielo consigue que creas que el azul es el color de los dioses y la calma de muchos rincones te recuerda que, incluso en horas punta, el melillense tiene tiempo para el sosiego, para el encuentro, la conversación o el paseo sin rumbo.

Estas cosas me producen un cosquilleo interno que acaba por empujarme,
siempre, a sentarme frente al teclado y contárselo a ustedes, porque nunca es suficiente ponderar o simplemente medir las percepciones del entorno que compartimos. ¡Es tan fácil criticar y dolerse, echar de menos aquello que pensamos que es bueno y deseable…!

Nos olvidamos, con frecuencia, de alabar el presente que nos faculta a ser como somos, y se da la circunstancia de que, por fortuna, Melilla es uno de esos rincones –al parecer bastante raros— en el que todavía, para hacer bastantes cosas, se puede elegir entre encadenarse a un automóvil o dejarlo aparcado y caminar. La misma extensión reducida de la ciudad –de lo que solemos quejarnos— propicia estar en varios sitios a la vez durante una breve tarde de invierno, e incluso concederte media hora para, después de desayunar en una cafetería a media mañana, hacer una ronda para comprobar que el Mediterráneo sigue humedeciendo la parte no sólida de nuestro paseo marítimo.

No sé si saltar de alegría, si hablar con Turismo para decirle que le escriba a ese buen señor arquitecto para decirle que no sólo en Madrid vive el hombre o, simplemente, recomendarle a tan preeminente pesimista que se mude a vivir aquí.

Hágame caso, señor; que para morirse siempre hay tiempo, y antes de que se cumpla su deseo de fallecer en este 2004, venga a vernos, pruebe nuestras tapas, viva nuestro ambiente y, si encarta, compre El Faro y lea estas líneas que, a lo mejor, le hacen cambiar de opinión.

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