Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014


Gaviotas inmortales

Severiano Gil 2004

Sólo las gaviotas saben que no son inmortales, sólo ellas.

Porque nadie ha visto nunca su cementerio, a pesar de que —quien viva en la costa puede advertirlo— forman enormes bandadas que adornan el cielo y se alimentan en el mar. Pero pueden preguntar a cualquiera de aquéllos si han visto algún cadáver de esta ave marina.

Nunca.

Si acaso, alguna vez, algún ejemplar ha podido morir accidentalmente atropellado por un coche, golpeado por un helicóptero o envenenado con algún tipo de raticida; sólo en esas circunstancias, poco significativas por lo escasas, algún humano habrá podido ver y hasta tocar el despojo emplumado en gris y blanco de una gaviota muerta.

Yo mismo he pasado horas y horas, apostado en mi terraza que mira al Mediterráneo africano, espiando los acantilados que hay al pie de mi casa, y las he visto, día a día, aparecer al alba, gritonas y muy visibles a contra luz; planeando como si estiraran sus miembros después del sueño.

Algunas se posan sobre las farolas que bordean la carretera situada al borde del acantilado, y permanecen un rato para descansar, hasta que otra ave de más rango dentro de la bandada la expulsa con la amenaza de posarse en el mismo sitio.

Parece que vuelan sin rumbo, por gusto o diversión, y no digo que no lo hagan a veces; pero, en realidad, están preocupadas por si podrán comer algo, y patrullan sobre la línea de la costa en busca de algún pez muerto y arrojado a la arena por la marea, tal vez la carnada estropeada de un pescador nocturno; y, cuando descartan encontrar alimento, se van, derechas como misiles, hacia los vertederos de la ciudad, donde rebuscan entre envolturas de chocolatinas, cajas grasientas de pizzas y montones de desperdicios urbanos, antes de que los quemen.

Alguna tarde protagonizan el espectáculo de verlas lanzarse en picado sobre bancos de peces que nadan a poca profundidad, y reaparecen de su zambullida con el pico ocupado por su captura. Otras veces, sobre todo cuando la falta de viento deja volar a los mosquitos en masa, se entretienen en cazarlos al vuelo y, a simple vista, parece que juegan haciendo cabriolas en el aire sin motivo.

Pero nadie las ha visto morir, ya digo, ni yo. Aunque...

No hace mucho --¿o quizá lo he soñado?--, me enteré de que, desde hace tiempo, las gaviotas han encontrado el modo de no estorbar cuando dejan la vida. Cada gaviota sabe –¡qué suerte!— el tiempo que le queda y, cuando llega el momento, buscan una piedra de regular tamaño y la aferran con fuerza entre sus garras para, después de volar hacia un lugar determinado que sólo ellas conocen, dejarse caer sobre el mar, como si se posaran normalmente, pero hundiéndose de inmediato bajo las aguas, lastradas por el peso de la roca.

El rictus de sorpresa al producirse la muerte por ahogamiento impide que suelten la piedra, y el peso de ésta arrastra a las aves hacia las profundidades, hasta que acaban posándose en el fondo de ese lugar desconocido.

Algunas especies marinas se sirven de ese cementerio para alimentarse con los cadáveres de estos láridos; pero, por regla general respetan el camposanto y, allí, en la oscuridad del fondo marino,
las gaviotas van convirtiéndose, de pájaros blancos y grises, en esqueletos inmóviles y fijados al fondo del abismo y aferrados a la piedra que las sumergió.

Algún día, un buzo descubrirá uno de estos cementerios, y se acabará el misterio; pero, de cualquier modo, resulta una forma ingeniosa y útil que, además de ahorrarnos el desagradable espectáculo de sus cuerpos corrompidos, nos incitan a seguir pensando que las gaviotas no mueren jamás.

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