Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014



Morir informando

Severiano Gil 2003

Pudiera ser que no exista mayor felicidad que morir haciendo lo que uno ha elegido y le gusta; aunque probablemente en los planes de Julio no figuraba quedar destrozado por un misil iraquí, una mañana de abril, en plena batalla de Bagdad. Tal vez por eso no pretendo que estas líneas sean de condolencia, sino de aclaración y justa admiración.

Julio Anguita Parrado, que llevaba 10 años en el periódico El Mundo; vivía en Estados Unidos –New York— y había padecido, en directo, la catástrofe del once de septiembre de 2002, tenía un claro concepto del orden internacional y, sobre todo, del débito del resto de los países respecto a los Estados Unidos en concepto de seguridad y liderazgo de la cultura occidental.

En sus propias palabras, <>

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No le faltaba razón, igual que cuando afirmaba admirar sin ambages la cohesión del pueblo estadounidense, curado, o liberado, de los falsos sentimientos de vergüenza o ridículo, que tanto afectaban a los europeos, de sentirse identificados con los símbolos de su propia nación –bandera, identidad, política exterior, etc.

En consecuencia, a Europa podría vérsela como el sistema del quiero y no puedo, debatiéndose siempre entre una maraña de buenos deseos mezclados con eufemismos imposibles de aplicar en acciones determinadas. De ahí que en Kósovo no pudo solucionarse nada hasta que llegaron los Estados Unidos e impusieron un mínimo orden. De ahí, también, que los europeos opten por establecer sus propias posturas unilaterales, sacando la misma tajada con la que se acusa a los norteamericanos, pero de un modo encubierto y, por supuesto, más rentable. Se podría hablar de Francia y su interminable campaña militar en África Occidental –donde no le duelen prendas de bombardear a destajo para imponer sus intereses, claro que, en ese caso, la prensa no refleja la realidad de las cifras de víctimas colaterales.

Experto e incisivo informador, Julio A. Parrado, como gustaba de identificarse, intuía que la grandeza de una colectividad radica en la asunción plena de la realidad de sí misma, sin modestias, falsas o reales, sin grietas en su morfología exterior –aunque interiormente permita las diferencias nacidas de la práctica de la democracia.

Por supuesto que, en nuestra dinámica asumida de cuestionar todos y cada uno de los principios generales de la moral occidental, la primera crítica que aparece en boca –y en la pluma— de los principales opinadores que se definen de un modo u otro con respecto a la guerra es que, Estados Unidos, siempre saca beneficio de esta, al parecer, postura altruista, como si alguna otra nación
actuase guiada de intereses distintos a no lastrar su economía y a sus contribuyentes.

Tampoco le falta razón a la novia del periodista muerto cuando aludía a la especie de mentalización flotante de la sociedad española, una mentalización que, más que a libertad, huele a sacristía y a armario viejo alcanforado.

En esta España en primavera, se ha acabado el culto al equilibrio, la observancia de la legitimidad, la presunción de inocencia y el ejercicio de la libertad de pensamiento; ahora, sólo está bien visto el no a la guerra; y si alguien se identifica con la postura del gobierno será objeto de la censura de los demócratas, y no digamos si se le ocurre quejarse de la violencia de los pacifistas o la intransigencia de los progresistas.

Seguramente que, cuando se enarbole la muerte de Julio por parte de intereses varios, acabaremos por desvirtuar sus opiniones o, como poco, callaremos lo que no sea socialmente correcto, dados los vientos que soplan. Por eso el que esto escribe no quería dejar pasar la ocasión de hacer un justo homenaje a su memoria y a su línea de opinión, aunque me tachen de lo que no soy.

Porque hoy, a primeros de abril de 2003, más vale que digamos –y escribamos— lo que los violentos amantes de la libertad desean.

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