Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014


Civilización

Severiano Gil 2004

Me gusta la música, toda…, o casi toda. No he contado los cedés que hemos acumulado mi pareja y yo, pero son muchos y, como no siempre está uno en casa para poder solazarse a todo trapo, una pequeña selección de esos discos de plástico viaja en el coche, convenientemente estibados en un receptáculo diseñado a propósito.

Para poder escuchar esa música, y de cuando en cuando las noticias, equipé a mi vehículo con un aparato –reproductor se dice ahora, como si su función, más que la de emitir sonidos fuera fecundar a otros —mejor otras— de su especie para proliferar— de una aceptable calidad, que me permite soportar los atascos y repetitivos semáforos cuando –cosa rara— decido utilizar el vehículo para desplazarme.

Para proteger todo esto, dejé que se incrementara el alquiler de mi casa para disponer de un garaje que haga las veces de cuadra en la que duerme ese animal mecánico que sólo bebe líquido y que, en lugar de músculos, tiene complejos mecanismos de acero poco sujetos a las debilidades de la carne.

Pues bien, hete aquí que, hace dos noches, uno o varios ciudadanos –resulta, cuando menos, curioso usar aquí este término—, se las ingeniaron para penetrar en la cuadra comunitaria y, aprovechando que nuestros animales mecánicos no muerden ni cocean, se dedicaron a ensañarse con media docena de ellos, gozando claro de la impunidad de estar a cubierto de miradas y con toda la noche por delante para dar forma a su fechoría.

Hubo de todo, incluido un desusado interés por abrir cada sobre o funda que contuviera papeles; pero, como tónica general, fueron los cristales los primeros en sufrir el golpetazo del vándalo, como acto previo a su intromisión en esos receptáculos de vida privada en que convertimos a nuestros coches.

En mi caso concreto, el reproductor fue lo primero –creo yo— que saltó de su alojamiento, a pesar de un sistema especial de anclaje que, hasta ahora, se consideraba muy seguro. Luego le tocó el turno a los cedés, y ahí empieza el alma a borbotear de indignación, al imaginar las groseras manos del bárbaro toqueteando a Rachmáninov, Murgsorski, Márquez, Sinatra, Serrat e incluso un disco realizado por mi hermano, hasta decidir llevarse todas y cada una de esas muestras de una cultura que nunca podrá entender, puesto que desprecia, y aunque –curioso fenómeno— tenga la insensata pretensión de querer pertenecer a la civilización que la origina.

El problema está en que, a pesar de que esta civilización nuestra nos insiste en que siempre es más conveniente acudir a la legalidad y a la ley como forma de solucionar problemas como los descritos –es decir, la invasión de tu mundo privado—, no les puedo ocultar que me hubiera gustado infinito –y ahora me regodeo en el acto de imaginarlo— haber aparecido por la cuadra mecánica en el momento en que los bárbaros perpetraban su selección de objetos a robar, rompían cristales, ensuciaban tapicerías y lo contaminaban todo con su repugnante zafiedad.

Y uno llega a la conclusión de que, salvo excepciones, la indignación, el odio y los deseos de venganza forman parte del humano sea de la civilización que sea, e independientemente de su nivel cultural.

Ayuda, y mucho, la frase de Bertolt Brecht: "Sólo la violencia ayuda donde la violencia impera", para poder dormir sin cargos de conciencia, porque a veces uno se sorprende inevitablemente al comprobar hasta dónde llega el alarde imaginativo inherente al castigo a aplicar.

¿O será que atinaba mucho más Bernard Shaw cuando decía: "El hombre salvaje adora ídolos de piedra y madera; el civilizado, de carne y de sangre"? Porque, si he de ser sincero, mis sueños de venganza más satisfactorios no son vegetarianos precisamente.

Pero son sólo eso, sueños difíciles de cumplir, porque no solemos ir rondando garajes a altas horas de la madrugada, y mucho menos con el sigilo que precisa una operación de caza a la alimaña bárbara; aunque hay noches que uno se recoge tarde, o baja a la cochera en busca de ese cedé que apetece oír y…

Siempre queda el recurso presente, es decir, escribir y contarles a ustedes lo sucedido, mientras elevo al infinito mi deseo de que el –o los— intrusos se despeñen en un intento de salvar un muro, que se electrocuten al tocar el cable equivocado, o que alguien oportuno les sorprenda y haga realidad el castigo que yo, en pleno uso de mis facultades, les deseo con toda mi alma.

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