Hace una década, publiqué en el diario El Faro de Melilla una serie de artículos que surgían, cada semana, de las inquietudes que despertaban los sucesos de entonces. Comentarios, crítica social y denuestos de escribidor parapetado tras las páginas de papel fungible y efímero.
Lo sorprendente es que, diez años después, nada, o casi nada, ha cambiado; seguimos padeciendo los mismos tics, los mismos defectos --puede que las mismas virtudes--, salvo en dos cosas: ni el desempleo era tan elevado, ni la corrupción de nuestros preeminentes personajillos de la política y finanzas se había podido destapar aún.
Es por eso que los voy a ir reflejando aquí, como recordatorio de que, si estábamos mal en 2004 (guerra de Irak, integrismo desenfrenado, estupidez galopante), el tiempo transcurrido desde entonces no ha ayudado a enmendar, ni siquiera a mejorar algo, nuestra condición de seres humanos que se creían perfectibles.
Si la gente leyera
Severiano Gil - julio, 2003
Si la gente leyera, ¡ah!, si leyeran...
Y es que casi nadie lee, sólo unos pocos, los que hablan menos y, quizá por eso, entienden mejor las distintas posturas, las diferentes opiniones. Porque la mayoría no lee, no sabe leer; sólo mira, eso sí que lo hace bien todo el mundo. Mirar la tele, mirar la pantalla de cine, mirar la publicidad, mirar a la gente guapa –o que dicen que lo es--; mirar la prensa –la local por si dicen algo de uno; la nacional por si hay algo tremebundo que poder contar a los demás--, la ojea, igual que las revistas; y se mira a sí misma incorporada en otros cuerpos, los de los demás –como si no nos pareciéramos horrores los unos a los otros--, tal vez a la búsqueda de esa versión propia a la que nos gustaría parecernos.
Pero no se lee, ya digo, sólo se mira; tal vez por eso el decidido interés por la novela, que se parece tanto a una película –la mayoría con un final feliz o con una buena moraleja.
Porque, si se leyera, si de verdad se echara mano de cuanto hay por leer y, después, comparáramos, meditando bien lo leído, seríamos capaces de rozar –puede que acaso acariciar— la pared exterior del cofre que guarda la verdad, que es lo más cerca que estaremos nunca de la verdadera razón.
Claro que, para leer, no basta con posar los ojos en las páginas y esperar que éstas te hagan el trabajo de evadirte, recrearte o ilusionarte, no; hay que saber encarar el gozoso y formativo acto de la lectura en un especial estado de receptividad, un ejercicio que pocos, muy pocos, saben ejecutar a la perfección. No se lee lo mismo un ensayo de historia que el manual de uso de nuestro nuevo teléfono portátil –ése que llaman móvil pero que, en realidad, apenas si se mueve cuando lo cambiamos a modo vibrador.
Hay que ilusionarse con el título, tratar de adivinar lo que sugiere, y aún más, lo que le sugirió al autor –o al editor las más de las veces— que lo eligiera. Hay que sopesar el tomo, para saber cuánto tiempo podremos sostenerlo antes de llegar a cansarnos, o para intuir hasta cuándo va a durar ese explorar la conciencia de otro, ese hurgar en la parte del alma ajena que se deja entrever entre dos tapas –duras o blandas, da igual--. Y luego, por fin, hay que dejar que nuestra mente se embelese, pero no demasiado, que dejemos prender en nosotros el ideario del autor, pero sin que llegue a convertirse en un nuevo dogma que nos haga perder nuestra libertad de pensamiento.
Porque si fuera así, si se leyera siempre leyendo, cuántas ideas buenas seríamos capaces de repetir, haciéndolas nuestras, y cuánto malo seríamos capaces de evitar, pues eso a lo que nos faculta la cultura, a saber elegir bien, a saber elegir, a saber.
Si todos leyéramos bien, nos ahorraríamos meses de discusiones baldías, años de atraso al hacer una y mil veces lo mismo, décadas de esfuerzo repetido por tener un presente que lleva cien años al alcance de la mano. Si se dedicara a la lectura la mitad de la energía que gastamos en el baldío intento de conocer nuestro futuro, y nos apoyáramos en ella para labrarlo presente a presente, este mundo –-al menos el nuestro y, posiblemente, el de todos— tendría otro cariz, otro color más uniforme.
Porque el hombre de estado sabría que la Historia va a hacerse de un modo u otro, y a él sólo le cabe la posibilidad de engrasar los engranajes que la impulsan; el mercader entendería que su prosperidad es la de otros sólo si gana 2
lo suficiente para que el cliente no pierda su capacidad de serlo; el religioso aprendería que los dogmas sólo funcionan cuando se acaba la capacidad de raciocinio; el desalmado sufriría el peso de sentir que lo es; el trepa dejaría de escalar al entender que se le ve el plumero a una legua; el nacionalista ciego se daría cuenta que no se construye un transatlántico sólo con los botes salvavidas, y el mentiroso tendría que mentirse a sí mismo y pasar vergüenza ante su imagen en el espejo.
A lo mejor es pensar demasiado, pero si la lectura formara parte del pasatiempo del bandido etarra, tal vez cayera en sus manos el poema de Ángel González que dice: <
Todo sería distinto y, seguro, mucho mejor.
Si la gente leyera...
La guerra de Troya
Severiano Gil
– julio, 2004
Lo que no está tan al uso del común es que
fueron tres diosas las que, al pelearse entre ellas por saber quién era la más
bella –una especie de concurso de mises reducido a la elite olimpíaca—
decidieron que sería un humano el más imparcial, y eligieron al pobre Paris
como jurado, dándole una manzana para que materializara el voto y prometiéndole
cada una de ellas este mundo y el otro si la votaba.
Pero Paris no se dejó corromper por las
variadas y pingües ofertas y, varón al fin y al cabo, se dijo que las tres
estaban muy bien; tan bien que decidió pasar de tanta idiotez femenina y se
desembarazó del problema tirando la manzana tan lejos de sí que fue a caer en
manos de Elena.
Las diosas —representadas a lo largo de la
Historia como Las tres Gracias o Las tres Marías— agarraron tal cabreo
que se pusieron a trabajar para hacer pagar al humano su despego por las cosas
divinas, y así pasó lo que pasó.
Hasta aquí lo que nos contó Homero –quien
quiera que fuese, lo cual no ha estado nunca claro—; pero la realidad, la cruda
realidad del sitio a Troya y su posterior destrucción, fue la alianza de los
helenos para acabar con la hegemonía troyana, impidiendo que Príamo controlara
los accesos al mar Negro y cobrara impuestos y royalties a cada barco griego
que pasaba.
Como ésta de Troya, muchas otras guerras
–casi todas— han tenido un motivo paralelo claramente entendible para el pueblo
llano, o el que no lo es tanto; diríase que incluso los directamente
involucrados necesitan disponer de un argumento —real o imaginado— sobre el que
edificar la estructura de un conflicto armado, como si la necesidad real de la
crisis no fuese lícita, o conveniente, o entendible.
Resultan curiosos estos escrúpulos cuando
se trata en realidad de una cuestión de Estado decidida, casi siempre, en
virtud de una serie de premisas que pesan más que toda la voluntad de no
recurrir a las armas para arreglar el asunto.
Porque parece fácil, y no lo es, decretar
una declaración o la participación en una guerra. Nadie, ningún dirigente, por
mucho poder que logre acumular, se despierta por la mañana con la idea de
invadir un país de forma gratuita, entre otras cosas porque la guerra que va a
iniciar puede significar su fin como estadista.
Ni siquiera en los casos más flagrantes que
la Historia nos muestra, la declaración de guerra ha surgido de un ejercicio de
irresponsabilidad, sino todo lo contrario. Lo que sí puede suceder es que el
político –que es quien declara la guerra— lo haga en contra de la opinión de
los militares, que pueden desaconsejar involucrarse en un conflicto armado
hasta no tener una alta probabilidad de ganarlo –y nunca suelen parecer
bastantes los recursos disponibles para ello.
Otro caso es el de asumir una guerra para
defenderse de la actitud beligerante del vecino; y no debería ser complicado
esgrimir estos motivos a la hora de echar mano de las espadas para impedir el
avasallamiento de los propios intereses; y, sin embargo, parece que así es, al
menos en esta actualidad invertida y equívoca.
Homero no nos cuenta las razones por las
que Príamo llevó a Troya a su apogeo económico –a expensas de todo el que por
allí pasara—, y se nos muestra como lícito el empleo de la fuerza para
defenderse de la coalición helena liderada por Agamenón.
No obstante, ni el que ataca siempre es el
violento, ni el que se defiende es el pacífico abocado a la guerra; y ahí es
donde radica la dificultad mayor a la hora de enjuiciar un conflicto bélico de
los muchos que se acumulan en la Historia. Y la pregunta conveniente es: ¿hasta
qué punto el que ataca lo hace obligado por las circunstancias?
Todos conocemos la frase de que la mejor defensa es un ataque; pero
parece que suele pasar desapercibido para la mayoría que mover la maquinaria
bélica de un Estado –desgastarla y desgastarse políticamente— no es tarea que
se afronte sin un motivo sólido o una necesidad imperiosa que compense lo que
todos perdemos –o podemos perder— en la locura de una guerra,
independientemente de los motivos que se expongan para calmar las conciencias,
y que pueden encargarse a los muchos Homeros que aguardan su ocasión.
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