Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Igual o peor

Hace una década, publiqué en el diario El Faro de Melilla una serie de artículos que surgían, cada semana, de las inquietudes que despertaban los sucesos de entonces. Comentarios, crítica social y denuestos de escribidor parapetado tras las páginas de papel fungible y efímero.
 
Lo sorprendente es que, diez años después, nada, o casi nada, ha cambiado; seguimos padeciendo los mismos tics, los mismos defectos --puede que las mismas virtudes--, salvo en dos cosas: ni el desempleo era tan elevado, ni la corrupción de nuestros preeminentes personajillos de la política y finanzas se había podido destapar aún.
 
Es por eso que los voy a ir reflejando aquí, como recordatorio de que, si estábamos mal en 2004 (guerra de Irak, integrismo desenfrenado, estupidez galopante), el tiempo transcurrido desde entonces no ha ayudado a enmendar, ni siquiera a mejorar algo, nuestra condición de seres humanos que se creían perfectibles.
 
 


Si la gente leyera
Severiano Gil - julio, 2003

Si la gente leyera, ¡ah!, si leyeran...

Y es que casi nadie lee, sólo unos pocos, los que hablan menos y, quizá por eso, entienden mejor las distintas posturas, las diferentes opiniones. Porque la mayoría no lee, no sabe leer; sólo mira, eso sí que lo hace bien todo el mundo. Mirar la tele, mirar la pantalla de cine, mirar la publicidad, mirar a la gente guapa –o que dicen que lo es--; mirar la prensa –la local por si dicen algo de uno; la nacional por si hay algo tremebundo que poder contar a los demás--, la ojea, igual que las revistas; y se mira a sí misma incorporada en otros cuerpos, los de los demás –como si no nos pareciéramos horrores los unos a los otros--, tal vez a la búsqueda de esa versión propia a la que nos gustaría parecernos.

Pero no se lee, ya digo, sólo se mira; tal vez por eso el decidido interés por la novela, que se parece tanto a una película –la mayoría con un final feliz o con una buena moraleja.

Porque, si se leyera, si de verdad se echara mano de cuanto hay por leer y, después, comparáramos, meditando bien lo leído, seríamos capaces de rozar –puede que acaso acariciar— la pared exterior del cofre que guarda la verdad, que es lo más cerca que estaremos nunca de la verdadera razón.

Claro que, para leer, no basta con posar los ojos en las páginas y esperar que éstas te hagan el trabajo de evadirte, recrearte o ilusionarte, no; hay que saber encarar el gozoso y formativo acto de la lectura en un especial estado de receptividad, un ejercicio que pocos, muy pocos, saben ejecutar a la perfección. No se lee lo mismo un ensayo de historia que el manual de uso de nuestro nuevo teléfono portátil –ése que llaman móvil pero que, en realidad, apenas si se mueve cuando lo cambiamos a modo vibrador.

Hay que ilusionarse con el título, tratar de adivinar lo que sugiere, y aún más, lo que le sugirió al autor –o al editor las más de las veces— que lo eligiera. Hay que sopesar el tomo, para saber cuánto tiempo podremos sostenerlo antes de llegar a cansarnos, o para intuir hasta cuándo va a durar ese explorar la conciencia de otro, ese hurgar en la parte del alma ajena que se deja entrever entre dos tapas –duras o blandas, da igual--. Y luego, por fin, hay que dejar que nuestra mente se embelese, pero no demasiado, que dejemos prender en nosotros el ideario del autor, pero sin que llegue a convertirse en un nuevo dogma que nos haga perder nuestra libertad de pensamiento.

Porque si fuera así, si se leyera siempre leyendo, cuántas ideas buenas seríamos capaces de repetir, haciéndolas nuestras, y cuánto malo seríamos capaces de evitar, pues eso a lo que nos faculta la cultura, a saber elegir bien, a saber elegir, a saber.

Si todos leyéramos bien, nos ahorraríamos meses de discusiones baldías, años de atraso al hacer una y mil veces lo mismo, décadas de esfuerzo repetido por tener un presente que lleva cien años al alcance de la mano. Si se dedicara a la lectura la mitad de la energía que gastamos en el baldío intento de conocer nuestro futuro, y nos apoyáramos en ella para labrarlo presente a presente, este mundo –-al menos el nuestro y, posiblemente, el de todos— tendría otro cariz, otro color más uniforme.

Porque el hombre de estado sabría que la Historia va a hacerse de un modo u otro, y a él sólo le cabe la posibilidad de engrasar los engranajes que la impulsan; el mercader entendería que su prosperidad es la de otros sólo si gana 2

lo suficiente para que el cliente no pierda su capacidad de serlo; el religioso aprendería que los dogmas sólo funcionan cuando se acaba la capacidad de raciocinio; el desalmado sufriría el peso de sentir que lo es; el trepa dejaría de escalar al entender que se le ve el plumero a una legua; el nacionalista ciego se daría cuenta que no se construye un transatlántico sólo con los botes salvavidas, y el mentiroso tendría que mentirse a sí mismo y pasar vergüenza ante su imagen en el espejo.

A lo mejor es pensar demasiado, pero si la lectura formara parte del pasatiempo del bandido etarra, tal vez cayera en sus manos el poema de Ángel González que dice: <>, y cayera en la cuenta.

Todo sería distinto y, seguro, mucho mejor.

Si la gente leyera...




La guerra de Troya


Severiano Gil – julio, 2004

 La tradición literaria griega nos cuenta que la guerra de Troya comenzó cuando Paris se cameló a Elena —¿se escribía así o era con “H”?— y se la llevó al huerto de su padre, Príamo.

Lo que no está tan al uso del común es que fueron tres diosas las que, al pelearse entre ellas por saber quién era la más bella –una especie de concurso de mises reducido a la elite olimpíaca— decidieron que sería un humano el más imparcial, y eligieron al pobre Paris como jurado, dándole una manzana para que materializara el voto y prometiéndole cada una de ellas este mundo y el otro si la votaba.

Pero Paris no se dejó corromper por las variadas y pingües ofertas y, varón al fin y al cabo, se dijo que las tres estaban muy bien; tan bien que decidió pasar de tanta idiotez femenina y se desembarazó del problema tirando la manzana tan lejos de sí que fue a caer en manos de Elena.

Las diosas —representadas a lo largo de la Historia como Las tres Gracias o Las tres Marías— agarraron tal cabreo que se pusieron a trabajar para hacer pagar al humano su despego por las cosas divinas, y así pasó lo que pasó.

Hasta aquí lo que nos contó Homero –quien quiera que fuese, lo cual no ha estado nunca claro—; pero la realidad, la cruda realidad del sitio a Troya y su posterior destrucción, fue la alianza de los helenos para acabar con la hegemonía troyana, impidiendo que Príamo controlara los accesos al mar Negro y cobrara impuestos y royalties a cada barco griego que pasaba.

Como ésta de Troya, muchas otras guerras –casi todas— han tenido un motivo paralelo claramente entendible para el pueblo llano, o el que no lo es tanto; diríase que incluso los directamente involucrados necesitan disponer de un argumento —real o imaginado— sobre el que edificar la estructura de un conflicto armado, como si la necesidad real de la crisis no fuese lícita, o conveniente, o entendible.

Resultan curiosos estos escrúpulos cuando se trata en realidad de una cuestión de Estado decidida, casi siempre, en virtud de una serie de premisas que pesan más que toda la voluntad de no recurrir a las armas para arreglar el asunto.

Porque parece fácil, y no lo es, decretar una declaración o la participación en una guerra. Nadie, ningún dirigente, por mucho poder que logre acumular, se despierta por la mañana con la idea de invadir un país de forma gratuita, entre otras cosas porque la guerra que va a iniciar puede significar su fin como estadista.

Ni siquiera en los casos más flagrantes que la Historia nos muestra, la declaración de guerra ha surgido de un ejercicio de irresponsabilidad, sino todo lo contrario. Lo que sí puede suceder es que el político –que es quien declara la guerra— lo haga en contra de la opinión de los militares, que pueden desaconsejar involucrarse en un conflicto armado hasta no tener una alta probabilidad de ganarlo –y nunca suelen parecer bastantes los recursos disponibles para ello.

Otro caso es el de asumir una guerra para defenderse de la actitud beligerante del vecino; y no debería ser complicado esgrimir estos motivos a la hora de echar mano de las espadas para impedir el avasallamiento de los propios intereses; y, sin embargo, parece que así es, al menos en esta actualidad invertida y equívoca.

Homero no nos cuenta las razones por las que Príamo llevó a Troya a su apogeo económico –a expensas de todo el que por allí pasara—, y se nos muestra como lícito el empleo de la fuerza para defenderse de la coalición helena liderada por Agamenón.

No obstante, ni el que ataca siempre es el violento, ni el que se defiende es el pacífico abocado a la guerra; y ahí es donde radica la dificultad mayor a la hora de enjuiciar un conflicto bélico de los muchos que se acumulan en la Historia. Y la pregunta conveniente es: ¿hasta qué punto el que ataca lo hace obligado por las circunstancias?

Todos conocemos la frase de que la mejor defensa es un ataque; pero parece que suele pasar desapercibido para la mayoría que mover la maquinaria bélica de un Estado –desgastarla y desgastarse políticamente— no es tarea que se afronte sin un motivo sólido o una necesidad imperiosa que compense lo que todos perdemos –o podemos perder— en la locura de una guerra, independientemente de los motivos que se expongan para calmar las conciencias, y que pueden encargarse a los muchos Homeros que aguardan su ocasión.

 


 
 



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