Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014



Banderas quemadas

Severiano Gil
2004

El fuego purifica; las llamas tienen la virtud de erradicar tufos malignos, infecciones y miasmas; el calor cercena de un tajo las aspiraciones de ataque de la mayoría de los microorganismos nocivos, y el humo se lleva a los cielos, convertida en materia sutil, cualquier cosa que se deje ser combustible.

El fuego, la hoguera, se ha empleado también para manifestar un especial talante terrible a la hora de castigar anatemas o dar carpetazo a conductas que se consideraban impropias, en este último caso, claro, aplicado a los humanos. Brujas, herejes, descontentos y disidentes se han ido convirtiendo en hollín y humo a lo largo de la Historia, víctimas del verdugo secular que ejecutaba el veredicto de una justicia tan terrible como la filosofía que la sustentaba.

Los nazis trataron de ocultar su atroz matanza de civiles no combatientes aplicando también el fuego en los crematorios construidos al efecto, en este caso con el sólo intento de no dejar huellas de su barbarie con la mayor celeridad posible.

El calor intenso también reduce a cenizas los cuerpos sin vida de nuestros deudos, y guardamos aquéllas como algo único, cuando es sencillo deducir que la mayor parte del producto de la incineración se ha convertido en gases que han escapado, atmósfera arriba, por la chimenea del crematorio.

Pero no todo lo relacionado con la hoguera tiene tintes de venganza, sentencia humana o proceso natural, sino que, desde que apenas se dominara el fuego, sus propiedades se utilizaron más como elemento positivo y ejercicio litúrgico que como goma de borrar vestigios reales. La Historia Sagrada ya nos habla del uso de aras para quemar cosas con destino a los dioses; en el caso concreto de Abel y Caín –siempre se utiliza el orden inverso, seguramente obviando el alfabético—, cuenta el Génesis que ofrendaban a Dios el producto de su trabajo; y no hay que olvidar la competición de Elías con los sacerdotes de Baal por ver quien incendiaba antes las piras, con la ayuda de Dios, la nafta que emergía espontánea en la zona y el elevadísimo calor del verano en Oriente Medio.

A Isaac lo iba a quemar su padre, Abraham, después de asestarle una puñalada, con el deseo de ofrendar a Dios algo tan preciado como su hijo primogénito, aunque a última hora escogió un carnero que andaba por allí.

Quemamos sándalo, incienso y otras materias perfumadas, algunos para darle tono al ambiente de su casa, y otros para elevar a los cielos parte del karma con el que queremos impresionar a la divinidad de turno, llevándose de paso las malas intenciones –y las buenas— en ese viaje hacia lo eterno.

En estos casos, no se puede obviar un efecto benefactor de las llamas, una intención de aliarse con el fuego para que, parte de lo que quemamos, se incorpore a la atmósfera que respiramos, para que se transmute en partículas volátiles y respirables que ya formarán parte de la naturaleza de un modo prácticamente irreversible.

Nada se crea ni nada se destruye –se decía antiguamente—, y aún hoy día, lo único que hace el fuego es convertir materia en elementos distintos, en carbono y gases que ganan su libertad para, a partir de entonces, campar por sus respetos y dispersarse allí donde un leve rastro de atmósfera sea capaz de sustentarlos.

Es un consuelo saber, pues, que la bandera española quemada en Vascongadas –ahora País Vasco— el pasado fin de semana, ha perdido su aspecto físico y material para convertirse en algo mucho más esencial y, descartando las cenizas del tejido rojo y gualda, el resto de su materia ha pasado a un estado mucho más

noble y espiritual; que flota invisible en el aire norteño y que puede ser respirado incluso por los mismos que dieron fuego a la tela.

No sé hasta dónde ascenderán sus moléculas, ni el mensaje que llevarán a los dioses; pero sí sé –por la química que estudié hace treinta años— que nada se ha destruido; es más, que la esencia de lo quemado permanecerá para siempre formando parte de los protagonistas del acto.

Y eso me llena de satisfacción.

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