Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014


Eutanasia films

Severiano Gil 2004

Todavía no se ha apagado el rumor de los aplausos, el destello de los focos o el eco de la voz de Dressler. Hollywood –Bosquesanto para ser fieles a la traducción— ha vuelto a hacer público su juicio sobre el bien y el mal, el sí y el no, de los intentos cinematográficos por llegar a la meta.

Para nosotros, españoles y asimilados, Mar adentro ha sido nuestra victoria particular, por más que haya sido Alejandro Amenábar el encargado de recoger el Óscar, y el coriáceo Eastwood –Bosqueoriental— ha visto colmadas sus legítimas y demoradas aspiraciones de alzarse con el galardón –mejor en plural— por su película, que no he visto aún, pero que todas las críticas coinciden en calificar de genial.

Dicen –las críticas y los comentarios— que esta película también trata del asunto de la eutanasia, que es esa forma civilizada de decidir cómo y cuándo vamos a dejar de pagar a Hacienda –sin salir de la legalidad, claro.

Y me llaman la atención dos cosas: una, que los timoratos académicos norteamericanos hayan votado una película extranjera que hable de ese asunto –ya que no creo que hayan primado demasiado otros aspectos de la película—, en tanto que no me extraña que, en la película del Millón de dólares, hayan valorado las características cinematográficas, y lo de la auto-muerte se haya colado dentro del contexto.

No quisiera hacer de menos a nuestro Alejandro; creo que es, en todos los sentidos, un verdadero genio, aunque en el caso de Mar adentro haya explotado más la historia –por otra parte real— que el resto de los elementos propios del cine, si exceptuamos volver en casi dulce escena lo que fue atroz muerte del protagonista real.

Lo segundo que me llama, es que otra de las grandes candidatas –que sí he visto—, a pesar de su argumento casi rigurosamente histórico, también se versaba sobre lo que podemos entender como forma de elegir nuestra propia muerte.

El que no conozca al personaje real, el magnate –le llamaban— Howard Hughes, pueden incluso perderse en lo que parece un argumento un tanto disparatado convertido en una larguísima película que llega a aburrir a quienes no disfrutan de tanta escena de aviación. Sin embargo, Hughes fue un tipo en verdad interesante, uno de los pocos niños de papá, inmensamente rico, que supo dar a su fortuna un destino más que adecuado: hacer lo que le gustaba.

Para eso debía ser dueño de una personalidad fuera de lo común, y atesorar una riqueza de ideas con las que fue capaz de no ceder a la comodidad del mero disfrute zanganil del enorme capital amasado por su padre.

Hizo cine –no demasiado malo—, y contribuyó a mejoras aeronáuticas importantes que, hoy día, disfrutamos los que acudimos al avión para viajar. Y, además de influir directamente en los diseños y proyectos de los ingenieros aeronáuticos a sus órdenes, se arrogaba en exclusiva el derecho a realizar las pruebas de cada prototipo o modificación que salía de sus talleres; algo loable por cuanto evitaba el riesgo a un asalariado y, además, decía mucho de la confianza que Hughes tenía en sus atinadas ideas.

El aviador, no obstante la impecable imitación que Di Caprio hace del emprendedor personaje, falla en algunas cosas; aunque no tantas como para haber sido relegada a un plano tan segundón. Pero, volviendo a lo que les quería decir desde el principio, y que no voy a poder desarrollar por falta de espacio –la terrible dictadura de la Sra. directora—, me resulta chocante que podamos aplicar raseros tan distintos para medir dos situaciones tan parecidas. Porque, ¿qué diferencia puede haber entre chupar la pajita del cianuro o subirse en un avión experimental que, al mínimo error, te puede matar?

Está claro que el cianuro es fatalmente seguro, nunca falla; pero tampoco el piloto de pruebas se aleja mucho de la seguridad de que, a fuerza de intentarlo, va a acabar sus días en un amasijo de aluminio ardiente.

¿Qué censuramos en el caso de Ramón Sanpedro, pues? ¿Qué el delito consiste en morirse a pesar de no poderse mover? ¿Acaso subirse en un avión, como si tal cosa, y obligarlo a estrellarse para morir no puede considerarse eutanasia?

No sé, pero me da la sensación de que somos más tolerantes con el suicida que triunfa en su objetivo que con el que lo intenta y falla, o bien, si sospechamos acaso que ha habido otra mano que le ha ayudado a dar el salto final.

De ser así, ¿cuántos padres no contribuyen a que sus hijos coqueteen con juegos eutanásicos, cada fin de semana, conduciendo borrachos perdidos el coche que le regalaron por su cumpleaños?

¿De qué estamos hablando pues?

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