Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014


Generexo

Severiano Gil 2005

Pues sí; miren ustedes por donde, en el lenguaje existe una cosa que se llama género y que alude a la cualidad que tienen las cosas de encuadrarse en dos posibilidades: masculino y femenino –dejamos el neutro por no avivar la polémica que podría seguir.

Hasta aquí, creo que todos fuimos lo suficiente al colegio para recordarlo. Pues bien, si ilustramos con el ejemplo –como se suele hacer en la enseñanza--, tenemos que tarugo y tiesto son de género masculino, así como piedrabotella pertenecen al femenino; pero ninguno, repito, ninguno de los aludidos son ni macho ni hembra, sino masculino y femenino, es decir, que pertenecen cada cual a uno de los aludidos géneros del lenguaje.

Por eso, el femenino de hombre no es hombra, o el masculino de mujer, mujero; no hay toros y toras, ni machos y machas o hembras y hembros..., que ya no sé lo que me digo.

¿Por qué se utilizaron estas palabras --masculino y femenino, o al revés, que no quiero avivar las ascuas-- para definir a algo en lo que no intervenía la sexualidad? Pues buena pregunta; pero, en cualquier caso, la división obedece a la necesidad de estructurar la lengua en todos sus aspectos derivados, verbos, adjetivos, pronombres, adverbios…, y hacer de ella un instrumento eficaz a la hora de hacer eso tan difícil que es poder expresar lo que pensamos tanto oralmente como por escrito.

Por supuesto que podríamos haber resuelto atenernos al neutro –como hicieron los de habla inglesa--, pero eso comporta más inconvenientes que ventajas; verbigracia: la persona que vive en la casa de al lado es muy inteligente.

A lo mejor es más aséptico, menos comprometido, pero estarán conmigo en que se está proporcionando la mitad de la información, o, mejor dicho, dejando a la imaginación el redondeo final de lo enunciado.

Cierto es que a veces no se necesita conocer el género –y mucho menos el sexo--, o no resulta determinante, pero siempre va a aparecer la necesidad de usar un término auxiliar que precise de la definición.

Esto es un largo y fatigoso proceso que comenzó con Gonzalo de Berceo y que nos ha llevado a ser dueños –no lo olvidemos, dueños— de una lengua que actualmente la hablan más o menos quinientos millones de personas, si contamos sólo los que han nacido en el ambiente cultural del español, porque es difícil estimar el número de extranjeros que utilizan nuestra lengua para expresarse o que la estudian por necesidad o por placer.

Y en esa prueba a que obliga la Historia sólo ganan los más capaces, los más flexibles y los mejor adaptados, y si hacemos memoria de las otras lenguas que actualmente gozan de buena salud o están en proceso de expansión, veremos que son más bien escasas, por citar algunos, el inglés, el árabe, el francés y, muy de lejos, el ruso, el alemán y el hindi –no incluyo el chino porque, además de que hay varios lenguajes con esa denominación genérica, no es un idioma que se puede utilizar con facilidad para escribir e incluso para decir según qué cosas.

Pues bien. Ahora resulta que se suscitan una serie de puntos de vista según los cuales es necesario modificar la estructura misma del idioma para adaptarlo a los tiempos que corren.

Y no se trata de aumentar el caudal de términos o actualizar determinados verbos a los usos y tecnología de hoy día, no. Resulta que buena parte de los españoles consideran que nuestra lengua es machista –palabra femenina, por cierto— y que habría que cambiar el régimen de correspondencia entre géneros.

Y todo porque, a mi parecer, se ha descuidado tanto la enseñanza en los últimos tiempos que la mayoría de los españoles desconoce la diferencia entre género y sexo.

Es cierto que para hablar de un ser humano, sea hombre o mujer, no tenemos más remedio –por ahora— que hacerlo corresponder con complementos de género masculino; pero eso se compensa cuando, al usar la palabra persona, es el femenino el que corresponde.

Claro que es posible cambiarlo, todo es susceptible de modificarse, pero no quiero ni pensar en las dificultades que van a surgir en la utilización por el lenguaje de un género sexista: a partir de entonces, habrá policíos y policías; bomberos y bomberas; periodistos y periodistas, militaros y militaras, albañilos y albañilas, ¿también contribuyentos y contribuyentas, no?

Ya empezamos, poquito a poco; no es difícil oír el desatino de presidenta en determinados cículos que se tienen por intelectuales.

Y digo yo que, ya puestos, ¿por qué utilizar elementos femeninos en sujetos que pertenecen al sexo masculino: por ejemplo cabeza, pierna, boca... O al revés, que las mujeres deberían tener cerebra, corazona o estómaga...

Un despropósito, ¿no les parece?

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