Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014

 
La bola de acero

Severiano Gil 2004

Supongo que, esta vez, he sentido tan cercano el suceso que me ha alterado lo suficiente como para escribir este artículo. Y me estoy refiriendo el reciente accidente de tráfico que le ha costado la vida a dos jóvenes que, el domingo de Ramos, decidieron subirse en el Alfa Romeo del amigo que les mataría.

Y eso me hace retomar la polémica absurda e hipócrita de adoptar medidas para reducir la tasa de accidentes de tráfico. Y he utilizado hipócrita, porque lo es, y absurda por que no es coherente. Y si no, repasemos el proceso.

El Estado, por medio de sus distintos resortes reglamentados, te autoriza a conducir legalmente después de pasar un reconocimiento médico, un examen preceptivo y abonar las tasas correspondientes que fija la ley. Te marca la espalda con esa L tonta y te deja que cojas el volante del coche que tu presupuesto te permita, parte del cual va a ir a parar a las arcas públicas en forma de impuestos –matriculación, rodaje, etc.—. Así mismo, dicho ente supremo que dice velar por nuestra seguridad, autoriza igualmente a las constructoras a fabricar coches sin límite de potencia y casi sin tope para la velocidad que pueden llegar a desarrollar, tan sólo sujeta a la voluntad del pie que pisa el acelerador. El resultado lo podemos ver casi a diario, cuando se ponen doscientos caballos de potencia en manos de un descerebrado que tan sólo ha demostrado ser capaz de aprenderse de memoria las preguntas que le han caído, saber aparcar correctamente y moverse a paso de tortuga por el tráfico habitual de la ciudad en la que vive.

Hasta aquí lo de absurdo; pero nos queda repasar la hipocresía inherente al constante rasgar de vestiduras de esa misma administración, que se duele de la mortandad de las carreteras y pretende inventar mil y una triquiñuelas que reduzcan el número de los que dan el salto al más allá que más caro sale –sumen el coste del carné, del coche, de la gasolina y de las copas que hay que tomarse, más los impuestos que gravan todos los artículos, y verán.

Absurdo e hipócrita, y deberíamos añadir también triste.

¿Qué cuesta obligar a los fabricantes a que no excedan un determinado caballaje u obligar a los automóviles a llevar un limitador de velocidad? No es tan difícil; además, los coches serían más baratos. ¿Y qué costaría configurar los exámenes de manera que discernieran realmente si el individuo está capacitado para asumir la responsabilidad de moverse por entre los demás y demostrar que puede dominar la potencia del coche que ha elegido conducir? Ni siquiera libraría yo a los que ya se sienten veteranos, porque obligaría a un reciclaje temporal que revalidara lo aprendido y justificara su habilidad para manejar más caballos de para los que están autorizados.

¿Qué diríamos si le dieran la licencia de vuelo a cualquiera que demostrara saber aterrizar, y le autorizáramos a pilotar un reactor supersónico?

Absurda, hipócrita, triste y asesina.

Porque, como podemos ver, al Estado, a la administración y a las autoridades –esos individuos a los que pagamos para que nos autoricen cosas— les importa realmente un rábano el número de víctimas; hacen lo posible por otorgar el mayor número de licencias de conducir, dejan que las fábricas produzcan cada vez coches con más potencia, y luego van y pretenden reducir la velocidad, no
por medio de un sistema que actúe sobre la mecánica, sino poniendo una pegatina metálica junto a la carretera y suponiendo que el cerebro del mentecato de turno va a asumir la orden.

Es como subir una bola de acero de dos toneladas hasta la cumbre del Gurugú, empujarla un poquito para que comience a rodar por la falda del monte y, luego, tratar de pararla antes de que llegue a la verja fronteriza y cause un estropicio al rodar sobre nuestra ciudad.

Lo malo de todo esto, la sensación que prima es que las dos muertes del domingo pasado no van a solucionar nada; son sólo eso, producto de nuestro deficiente, irresponsable y avaro sistema recaudador de impuestos –que también cobrará lo suyo por enterrar a las víctimas.

Hay quien todavía da gracias a que, siendo domingo, no hubiera adultos o niños colocados ex profeso en la trayectoria del bólido de marras. Y hasta somos capaces de consolarnos al pensar que hubiera podido ser peor.

Por cierto, otro día podríamos hablar de los que conducen sin carné.

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