Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014



La guerra de verdad (in memoriam de...)

Severiano Gil 2004

Nadie culpa al león cuando ataca; nadie vierte bilis sobre un astado que hiere a un mozo en los Sanfermines. No es que quiera comparar a un soldado en combate con una fiera ciega; pero hay mucho de animal cuando te estás jugando la vida por el mero hecho de sufrir una distracción o evaluar como inocuo un posible objetivo, tan sólo por que exista la duda.

Cuando el ser humano se ve empujado e inmerso a esa situación excepcional que es el combate, ni siquiera el más elevado nivel de entrenamiento puede evitar que esa persona se convierta en un ser acorralado, amenazado y, por supuesto, sumamente tenso.

Si, además, estamos hablando del tripulante de un vehículo blindado, que tiene reducido su entorno sensorial más o menos en un sesenta por ciento, y, a la vez, sabe que el riesgo de verse convertido en blanco aumenta en un ciento por ciento más que un combatiente a pie, tendremos que concluir con que, como poco, más nos vale mantenernos lo más alejados posible de un ambiente en el que se esté combatiendo.

En plena dinámica de la lucha, nadie puede hurtarse al estado psíquico de un animal acorralado; todo es, o puede ser, enemigo; la decisión de batir un blanco hostil tiene que ser un proceso en el que, como mucho, se te pueden conceder tres o cuatro segundos; y la duda, el retraso en tomar la decisión de abrir fuego, resulta en un sencillo ejercicio de elección: o vives o mueres –huelga decir que, contigo, muere también el resto de los tripulantes del vehículo, pero no vamos a considerar este aspecto.

El armamento idóneo para batirte son las archiconocidas granadas de carga hueca; un sencillo proyectil cohete cuya configuración le permite convertirse en un dardo de fuego que taladra cualquier coraza, por gruesa que ésta sea, situando el esfuerzo destructor en el interior del vehículo blindado.

Un carro de combate alcanzado por un proyectil de carga hueca apenas si muestra huellas de desperfectos –a no ser que se provoque la explosión de sus municiones, lo que no siempre puede ocurrir—, porque los efectos de este tipo de cargas van dirigidos exclusivamente a introducir un chorro de gases, a más de diez mil grados de temperatura, en el interior del habitáculo; un chorro que funde instantáneamente la coraza en un disco reducido –un taladro del tamaño de una antigua moneda de quinientas pesetas— y produce un efecto tal que, instantáneamente, los ocupantes perecen aplastados por la enorme presión, además de ser incinerados por la alta temperatura.

Es posible que no haya arma más barata, simple y abundante que las distintas versiones de lanzadores de granadas contra-carro de carga hueca –apenas un tubo de soporte y guía, un sencillo mecanismo de puntería y el gatillo que origina el disparo, casi siempre por un sistema eléctrico conectado a una pila.

En Iraq puede haber, como poco, varios miles de estos RPG,s de fabricación soviética, y en todo el mundo pasarán de las decenas de millones, sobre todo, en manos de guerrilleros, paramilitares, terroristas y ejércitos varios; es tan versátil, sencillo y duro como el AK-47, pero específico como destructor de vehículos acorazados.

Un combatiente individual, pongamos un paramilitar iraquí vestido de paisano, armado con un lanzagranadas RPG, ofrece una imagen apenas diferente a la de cualquier otra persona con un objeto de veinticinco centímetros de ancho apoyado en el hombro, y ningún ocupante de blindado tiene por qué suponer que esa silueta que se ha entrevisto moviéndose no es un tirador de RPG buscando una buena posición para disparar y convertirte en una pasta de grasa y carne derretidas.

Hay veces que, si el portador del lanzacohetes es un blanco nítido y diferenciado, se le puede batir con una de las armas menores –el Abrams lleva dos ametralladoras de 7,5 mm.
y una de 12,7—, pero, si la visibilidad es mala, el tirador se mueve y corres el riesgo de perderlo, más vale usar el arma más poderosa de que dispones, el cañón de 120 mm. que te va a asegurar unos efectos más amplios y, por lo tanto, más posibilidad de abatir al agresor.

Si a eso le unimos que el adiestramiento te ha condicionado para que seas un elemento que hace bien su trabajo –que no es sólo matar, sino evitar ser matado—, no cuesta entender que el artillero del M-1 Abrams de la 3ª División Mecanizada USA apretara el disparador hacia una ventana oscura tras cuyos cristales se movían siluetas, y más si alguna de ellas llevaba una cámara al hombro.

Todos somos conscientes de los riesgos que corremos en cualquier actividad: el agente de policía, el bombero, el conductor que recorre mil kilómetros en un viaje de fin de semana —el pasajero de un autocar sabe que si el chofer se duerme, algo grave puede pasarle—; pero en el caso de cualquiera que se mete de lleno en una guerra, lo menos que puede esperar es que los riesgos se le multipliquen por cualquier unidad seguida de muchos ceros.

Padecemos un síndrome derivado de nuestro tal vez excesivo hábito de ser espectadores; vemos cientos de horas de noticiarios con escenas de desastres, películas y hasta documentales en los que se recrea informáticamente escenas de violencia y de muerte que no nos afectan, que van a desaparecer en cuanto apartemos la vista, apaguemos el televisor o salgamos del cine. Y la guerra no es eso, por eso le llamamos guerra.

Quiero pensar, por el cariño que profeso y el elevado concepto que tengo de los profesionales de la información, que la pila de cámaras, micros y grabadoras son un merecido y honesto homenaje al compañero de Tele5..., y solamente eso.

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