Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014



Macho y hembra los creó...

Severiano Gil, 2004 
Menuda hay liada con eso.

Que dos personas del mismo sexo contraigan matrimonio viene a ser algo parecido al sí o no a la guerra de Irak: un asunto peliagudo, amplio en sus repercusiones y, sobre todo, polémico.

Es cierto que no muere gente por esa causa, que se sepa; pero yo no estaría tan seguro si echamos la vista atrás y repasamos purgas y represiones varias que se han llevado a cabo contra los que, a su pesar, eran descubiertos practicando lo que, todas las religiones, llaman actos contra-natura.

El pecado nefando, le llamaban en el medioevo los inquisidores; Abd-el-Krim los quemaba vivos, atados uno junto al otro, y, no hace tanto, en España se les aplicaba la ley de vagos y maleantes.

Que los habrá vagos y maleantes –me refiero a los homosexuales— nadie lo duda; pero sorprende la manía de clasificar, por sus preferencias sexuales, a todo bicho viviente. Porque, ¿qué pasaría si dos amigos heteros deciden unir sus vidas bajo los auspicios del Estado para mejorar sus perspectivas de ligoteo en el futuro?

Me explico.

No es desdeñable tal estrategia de cara a contar con una casa específicamente preparada para recibir visitas femeninas, por no hablar del intercambio de experiencias entre ambos conyuges unisexuales.

¿También se vería como pecaminosa dicha unión? ¿O es que no hay –en elevado número me aseguran— parejas del mismo sexo que viven juntas para darse compañía o, simplemente, para afrontar a medias los gastos del alquiler?

Es cierto que este caso se da más entre mujeres que en hombres, y no sé el por qué –una conocida mía dice que la preponderancia femenina se debe a que nunca hay reproches por hacerse pipí fuera del inodoro—; pero, de cualquier manera, nada se opondría a este tipo de acuerdo de amistad..., hasta que no aparece la mancha abominable del sexo.

Es verdad que no deberíamos llamar matrimonio a algo que no pasaría de ser un arreglo entre amigos para afrontar mejor equipados los aspectos tétricos y sórdidos de esta vida que nos toca vivir –como la soledad, la falta de liquidez a fin de mes o la obligación diaria de tener siempre que tirar la basura el mismo.

¡Pues le cambiamos el nombre, qué caramba!, ¿qué más da, si lo importante es que se reconozca la realidad –no virtual, sino material— de dos personas que deciden vivir juntas? –o tres, ¿por qué no?

Hay que adaptarse a los tiempos, eso es innegable; pero también es sencillo entender a los que se oponen radicalmente a la evidencia. Llevamos miles de años asociando las bodas con los mismos estereotipos estéticos y conceptuales: el novio vestido de tal y cara de arrobada pasión; la novia de blanco y con gestos sumisamente orgullosos de despertar algo así en él. Miles de años de educación machacona, subliminal y directa, de que hay que sentar la cabeza, de que hay que tener trabajo, casa, coche e hijos –por ese orden—, intercalando justo en medio, o en la penúltima posición, una boda como Dios manda. 

Luego viene lo demás, ese resto de nuestra vida que nos pasamos preguntándonos por qué y, lo peor, qué le queda al matrimonio por depararnos antes de que todo se acabe.

La gente se casa por amor, eso dicen, ¿pero no es demasiado arriesgado pensar que no puede haber amor entre dos amigos, dos hermanos, dos primos? ¿Cómo hacemos pues para matizar hasta dónde puede acortarse la distancia entre los dormitorios, o si deciden ver la película desde el mismo sofá?

Hay tema para rato; vertientes, ángulos y prejuicios. Yo, por mi parte, pienso sacar una y otra vez el tema cada vez que me reúna con mis queridos –y amados— amigos a los que tanto les gusta conversar.

No lo duden, si llegamos a alguna conclusión, prometo contárselo a ustedes en cuanto la directora de este medio me deje un hueco.

Palabra.

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