Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014


Puede matar

Severiano Gil 2003

Ya lo han visto, lo dicen en casi todos los paquetes de tabaco: "Fumar puede matar", y es cierto que provoca cáncer de pulmón, enfisema, hipertensión, parada cardíaca y no sé cuántas lindezas más que no tienen otro objetivo que mandarnos al otro barrio, algo que, de momento, casi ninguno quiere experimentar a no ser que alguna agencia se responsabilice de la bondad de la experiencia.

Y no es que yo esté en contra de estos letreritos —¿se han fijado en el bordecito negro que los hace parecer una esquela mortuoria?—; me parece saludable y honrado que se advierta a los ciudadanos y consumidores del peligro potencial que encierra el consumo de substancias tan peligrosas; pero, tendrán que estar de acuerdo conmigo en que, además del tabaco…, ¡buf!, ni me atrevo a enumerar todo lo que, comprado legalmente y consumido con asiduidad, puede matarnos.

De todas formas, hay otra cuestión que, seguramente, los jueces tendrán que plantearse; porque, vamos a ver, si fumar puede matar –con tanta seguridad que el Estado se atreve a inscribirlo millones de veces en los envases—, el que fuma a sabiendas no deja de ser un suicida; con retardo, dilación o indolencia, pero suicida al fin y al cabo, y, si no me equivoco –ruego a los entendidos me aclaren si estoy en un error—, el intento de suicidio y la complicidad en el asunto están penados por la ley, porque, si no, no entiendo que esté prohibida la eutanasia.

¿Qué pasa entonces? ¿Los fumadores somos suicidas, y los estanqueros encubridores? ¿Dónde queda la figura obediente del buen hijo que baja a comprarle el tabaco al padre?

¡Nada, todos reos de uno de los peores delitos!

O no me irán a decir que sólo se considera suicidio la propia aplicación de una muerte rápida, violenta o sorpresiva; porque, si no, ¿cómo llamar reo de eutanasia al que solicita le administren algo con lo que dejar de sufrir los zarpazos de una cruel enfermedad.

Pensémoslo bien, y veremos que apenas hay diferencias, sólo que los fumadores desean suicidarse de una forma agradable, cotidiana, familiar –un poco sucia, es cierto— y lenta, tan lenta que hay quien se tira toda su puñetera vida fumando y, al final, se muere de angustia al ir apagándose en esos aparcamientos de ancianos que llamamos residencias de la tercera edad.

Claro que puede matar fumar, por supuesto; pero también le puede a uno arrancar la vida la dosis –pequeña o grande— de alcohol alojado en la sangre de un conductor normal y corriente que ha cedido al impulso de beberse un par de copas el fin de semana –era una bellísima persona, un hombre (o una mujer, no me malinterpreten) normal, muy cariñoso con sus hijos, un buen vecino y un esposo ejemplar…

Pero, ¡ah, fatalidad! Se encontró con una botella en la que no se advertía nada, y mucho menos que beber puede matar…, a otros, y, claro, como el humano es imbécil, pues el buen hombre fue probando de aquello –nunca se le vio con una copa de más, incluso puede que no hubiera bebido nunca—, y le gustó; sintió una euforia agradable pero engañosa; decidió volverse a casa para contárselo a su mujer y, a mitad de camino, aquella chica y su cochecito de bebé se le cruzaron en el camino…
¡Y todo por no ponerle una etiqueta al whisky para que los tontos se alerten y sepan lo que hay!

A lo mejor, resulta que los fumadores acabamos siendo juzgados por ignorar los avisos, o por fumar a sabiendas, como suicidas, en tanto que los pobres bebedores –habituales o no—, como no se les ha avisado, podrán seguir haciendo uso de su santa voluntad, ponerse, como vulgarmente se dice, hasta el culo y seguir llevándose por delante sus propias vidas, las de los que les acompañan y las de los que el destino cruce en su trayectoria poco estable.

Y eso por no referirme a otros aspectos de la vida en los que el alcohol, y cualquier otra droga, merma la capacidad de separar el bien del mal –algo que, ni sobrios, tenemos suficientemente claro—, y si no que se lo pregunten a las víctimas de malos tratos, bastantes de las cuales han podido olfatear el aliento avinagrado mientras su agresor, atiborrado de cualquier cosa, daba rienda suelta a sus peores instintos.

Pero, claro, no debemos olvidar que, en la mayoría de los casos, la ingesta de alcohol es una circunstancia atenuante.

Fumar puede matar; beber, a la larga o a la corta, acaba matando a otros.

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