Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014



Uno de mi calle

Severiano Gil, 2204 
Tengo un amigo que conoce a un tipo que vive en su escalera, y es un tipo feliz, al parecer de todos, porque basa su relación con los demás en la más absoluta falta de radicalismo, en la más apacible no violencia, en la más convencida ausencia de tensión.

Es amable, tranquilo, educado y saluda siempre a los vecinos con los que se cruza; cede el paso a las señoras, tira la basura a su hora y baja al perrito a mear sin usar el ascensor, para evitar que huela o, por un descuido, lo moje.

Es un dechado de convivencia, un ejemplo a imitar y una compañía agradable en cualquier situación. Pero tiene un defecto: jamás se enfrenta con nadie, ni siquiera para defender sus derechos. En las reuniones de propietarios siempre se abstiene a la hora de votar, no entra en conflicto con ninguna tendencia, todo le parece bien y, a menudo, se expresa en el sentido de que "él, no quiere líos", y se refugia tras la puerta blindada de su 5º-d para ocuparse únicamente de los asuntos particulares de su familia.

Y nunca se compromete.

Tienen un problema en su comunidad, porque hay un vecino que les tiene declarada la guerra al resto: no observa las normas, es pendenciero, hace ruido a deshoras, no paga la contribución, no espera que se cierre la puerta del garaje y deja que sus hijos molesten y ensucien el portal, eso si no se cargan una cristalera a base de pelotazos de balón reglamentario.

Los demás le han declarado la guerra, y han llegado a tener que tomar medidas administrativas, dentro de la comunidad, para tratar de meter en cintura a la unidad familiar tan poco solidaria. No le dejan pasar una, y, a cada desmadre, se convoca una reunión en la que se pone en evidencia la falta de civismo del vándalo trasgresor.

Pero el vecino de mi amigo no se atreve a secundar a los demás; él, ya lo ha dicho, no quiere líos, y tiene aleccionados a sus hijos para que se comporten como si nada con los proscritos. No quiere violentarse con quienes, además, pueden tomarse la venganza por su mano y mostrarse agresivos; él quiere seguir viviendo tranquilo, sin comprometerse; pone buena cara al resto indignado, les da la razón cuando coincide con ellos en el ascensor, pero no quiere sumarse a las medidas acordadas por la comunidad de vecinos, entre las que se contempla una postura de resistencia general y una vigilancia atenta para que el otro no se salga con la suya.

Al final, la actitud de presión y alerta de casi todos los vecinos ha propiciado que, en un descuido, el disidente se dejara coger con las manos en la masa mientras, acompañado de dos de sus hijos, desvalijaba coches en los garajes comunitarios. La denuncia colectiva no se ha hecho esperar, excepto la del conocido de mi amigo, que no ha querido inmiscuirse.

Con las pruebas por delante, le Ley y la Justicia han tomado parte y, además de ordenar la mudanza de los ladrones a un apartamento enrejado del monte María Cristina, se ha devuelto a sus legítimos dueños el material robado, además de una indemnización correspondiente a los daños causados en los automóviles.

Un final feliz, que todos han celebrado en los locales comunes con una pinchitada dominical de las que hacen época; pero a la que no han invitado al ser amable del 5º-d, que sigue afirmado en su postura insolidariamente pacífica. Su mujer se ha enfadado con los demás, y les acusa de maleducados y gentuza, mientras todos brindaban, felices y contentos, por el restablecimiento de la justicia y la paz en la comunidad de propietarios.

Justicia y paz de las que, también, van a aprovecharse los pacíficos e insolidarios.

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