Severiano Gil

Melilla, España
Escritor e historiador. Nacido en Villa Nador (Marruecos) en 1955. Se traslada con su familia a Melilla a mediados de los sesenta, aunque no deja de estar en contacto con el entorno marroquí, en especial con la que fuera región oriental del antiguo Protectorado.

jueves, 6 de febrero de 2014

 
Madalena

Severiano Gil 2005

Dicen que es la mujer más poderosa de Estados Unidos, secretaria de estado, embajadora en la ONU, nacida en Praga cuando coleteaban los latigazos nazis e ignorante de su condición de judía al intentar sus padres protegerla de lo que se les venía encima. Habla no sé cuántos idiomas, tiene fama de conciliadora e inflexible, algo realmente difícil de llevar a la práctica, pero posible en esta mujer tan fuera de lo común, que fue capaz de sacrificar su propio matrimonio en aras de la profesión que tanto ama.

Pero probablemente pasará a la Historia por dos cosas más bien anecdóticas. La primera es hasta simpática, pues Madeleine Albright se arrogó la obligación de enseñar a bailar La Macarena a no recuerdo qué embajador de un país centroafricano. Genial.

Lo segundo es mucho más serio, y tiene relación con el derribo de dos pequeños aviones de turismo cubanos que, jugándose el pellejo, efectuaron un vuelo sobre La Habana para arrojar panfletos contra la dictadura de Fidel Castro. Unos aparatos de las Fuerzas Aéreas cubanas, probablemente cazas interceptores fabricados en la vieja Unión Soviética, despegaron y, tras una persecución dificultosa que obligaba a los pilotos militares a volar peligrosamente a escasa velocidad, las dos avionetas fueron derribadas y, con ello, preservada la pureza del régimen castrista en contra de los solapados enemigos que laboran para la destrucción de la patria cubana.

La fiesta fue consecuente con la vetustez del sistema de defensa cubano, y en los noticiarios aparecieron los autores del derribo, que alababan públicamente sus propios atributos a la hora de hacer frente a tan peligroso enemigo.

La señora Madeleine, que entiende perfectamente el español y sus variopintos giros y expresiones, rebatió las declaraciones oficiales cubanas diciendo literalmente que aquella hazaña no significaba tener cojones –y lo dijo en español—, sino que era una simple y llana cobardía.

Me gusta la señora Albright, porque tiene lo que podríamos exigir a todo político de altura: pasión, asertividad y coherencia con su condición de humano.

Sin embargo me sorprende lo poco que se alaba que una mujer –casi debería especificar que perteneciente al género femenino— haya sido capaz de llegar tan alto y, una vez encaramada en el pináculo del poder, haya seguido ejerciendo de ser humano –y por tanto, de mujer— sin ninguna limitación. No veo que se la utilice como referente de hasta dónde puede llegar una funcionaria eficiente de alto rango sin perder su condición propia de persona, especialmente si estamos hablando de una representante del sexo que se considera débil, sojuzgado e injustamente tratado por la mitad macho del planeta.

Parece que, independientemente de sus virtudes, a Madeleine Albright no se le perdona una condición que siempre la perseguirá mientras viva, que es norteamericana y, o mucho me equivoco, o actualmente no está de moda ser yanqui.

No entiendo, si no, que una figura como ésta pase tan desapercibida para esas mismas colectividades que, en otro caso, le hubieran erigido una estatua con el epígrafe de heroína grabado en oro.

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